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Expedición cepedana hacia el fragoso Bulnes

Por Ricardo Magaz <p> Aprovechando el puente de la Constitución, el grupo de montañismo cepedano y maragato “Las de Caín” organizó una nueva y audaz expedición. La ruta seleccionada en esta ocasión fue el fragoso Bulnes, en pleno corazón de los P

Por Ricardo Magaz

Castrillos de Cepeda, 16 de diciembre de 2001

Aprovechando el puente de la Constitución, el grupo de montañismo cepedano y maragato “Las de Caín” organizó una nueva y audaz expedición. La ruta seleccionada en esta ocasión fue el fragoso Bulnes, en pleno corazón de los Picos de Europa.

Una amplia representación del popular tándem alpinista, que patrocina el Instituto Cepedano de Cultura, se desplazó en la madrugada del siete de diciembre, vigésimo tercer aniversario de la Carta Magna, al conocido Concejo asturiano de Cabrales, para iniciar el “ataque” al emblemático lugar de Bulnes.

La intensa niebla que al rayar el alba planeaba sobre el terreno como mortificante velo talibán, dificultó la visión a las retinas más agudas y el tránsito seguro por el inmediato y hermoso Concejo de Onís. En el boletín informativo de la radio, Solana anticipaba desde Bruselas las bondades de su intermediación para el cese de las hostilidades en el infame conflicto que martiriza a judíos y palestinos desde que hace varios milenios nació ya beligerante el primero de ellos. Cangas de Onís devolvió a los aventureros a la apacible realidad local, vislumbrándose al poco en el horizonte con sus primorosas casas de indianos y su histórico blasón “Mínima urbium máxima sedium”. La panorámica desde el centro de la antigua capital de la monarquía asturiana y del más importante reino cristiano del siglo VIII resulta realmente fascinante: la nieve corona con su toga blanca y su birrete las cumbres cercanas.

Después de dejar atrás Arenas de Cabrales y Poncebos, se divisa el laberíntico río Cares junto al indicador de la agreste ruta de idéntico nombre. El rumor del agua cayendo por los desfiladeros y gargantas resulta sobrecogedor para cualquier espíritu sensible y también para los atrofiados a perpetuidad y urbanitas recalcitrantes. En esa zona comienza la verdadera ascensión para la Agrupación de “Las de Caín” y todos aquellos montañeros que, procedentes de distintos lugares del ruedo ibérico, descansan anticipadamente para hacer el recomendable acopio de fuerzas.

Una vez tomada la estrecha senda ascendente que a modo de desfiladero labrado en la roca discurre paralelo a la diestra del zigzagueante arroyo Bulnes, afluente del vecino Cares, se distingue en el horizonte como verdadero símbolo fálico el arrogante Naranjo de Bulnes, de 2.519 metros. La dificultad de la travesía en este tiempo es de tipo medio; sin embargo, en la estación invernal se puede considerar muy alta e, incluso, extrema, debido al riesgo de aludes y desprendimientos. El abrupto sendero está relativamente concurrido en estas fechas y no es extraño encontrar a algún montañero o alpinista, como el caso de Santiago, fogueado colaborador de la revista “Grandes Espacios”, que amablemente aconsejará a quien le solicite opinión sobre las visicitudes de la incursión.

A lo largo de unas horas de metódica marcha en fila india por el intrincado ramal, entre cañones y meandros, se llegará finalmente al recóndito pueblo de Bulnes, a los pies del amenazador Naranjo. Hasta ese momento las graníticas y elevadas paredes de las sucesivas cordilleras apenas permitirán avistar las nubes. Allí se encontrará el montañero con una quincena exigua de casas de piedra sin concesiones estéticas y recio tejado para soportar las intensas nevadas que a veces dejan aislada la merindad. La escasa gente que aún vive en la aldea es realmente cordial y entregada. El pueblo de Caín, en la vertiente leonesa de los Picos, se haya justo detrás, a dos horas cruzando el imponente mazizo que divide el Principado y la Comunidad de Castilla y León.

En la liliputiense cantina de Bulnes, colmada de humo y entrañables olores hogareños, los parroquianos gozan de una impronta similar: mochila al hombro, botas, gorro, cantimplora, ropa de abrigo... La sensación de paz y sosiego está incluida en los veinte duros largos del café de puchero. Los aventureros más osados que deciden pernoctar en la montaña, revelan detalladamente y como medida de seguridad al dueño del local su itinerario y previsiones para las próximas jornadas. No obstante, la meta concebida ya está alcanzada.

No más tarde de la puesta del sol los expedicionarios deben bajar (y bajan) cansados y sudorosos camino del polémico y novedoso funicular para general alivio de la fatiga y la perceptible gula. En el umbral del ostentoso ingenio metálico, una retahíla de caballos, mulas y burros esperan mohínos con las alforjas aún vacías la pesada mercadería para el sostenimiento de la zona. El imponente túnel de casi tres kilómetros y un desnivel de 500 metros, horadado en roca viva de la montaña, devuelve al senderista a Poncebos, término de partida para la ascensión a pie.

A la salida del subterráneo, domingueros y curiosos con teléfono móvil de última generación y señora del brazo, repeinada de peluquería y con vistoso chaquetón imitación a piel de leopardo, le recordará, al montañero, al senderista, al alpinista, al amante de la naturaleza, al ecologista, al estudioso del entorno y a los perseverantes expedicionarios de “Las de Caín”, que de nuevo se encuentran en la bulliciosa y tangible “civilización” consumista.

Fdo.: Ricardo Magaz

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