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EL ASFALTO MILAGROSO (parábola cepedana)

El escritor Santiago Somoza presenta un relajante relato, lleno de ironía y color, sobre un hecho histórico que ocurrió en La Cepeda y conmovió a las masas de todo el orbe.<br><br> Todo comienza cuando una brigada de obras públicas se acuerda de las

Yo acababa de cumplir los ocho años, pero aquello no se me ha olvidado jamás. El primer verano del siglo se había estrenado con temperaturas elevadas, más aun de lo esperado para esa época del año, pero muy pronto el tiempo se iba a tornar nublado, fresco y ventoso, casi invernizo, retrasando la definitiva llegada de la nueva estación. Fue por aquellos últimos días de junio cuando los escasos vecinos de Quintana del Castillo y sus alrededores vieron pasar los camiones y las máquinas de la Diputación, un tanto extrañados. No era frecuente la atención vial –ni siquiera la atención, a secas– de los organismos competentes hacia aquellos pagos alejados de los centros de poder, mal comunicados, despoblados y sin interés alguno para la codicia reinante, así que la llegada de la brigada caminera produjo entre los lugareños una mezcla de desconfianza y de satisfacción contenida.

En efecto, la experiencia en el trazado y reparación de carreteras en toda la comarca de la Cepeda y territorios limítrofes dejaba bastante que desear y no era exagerado calificar el estado de todos los caminos, principales o secundarios, llevasen a donde llevasen, como de –utilizando una palabra de la época, hoy incomprensible– tercermundista: proyectos irrealizados; carreteras estrechas e irregulares; curvas impensables desprotegidas; señalización insuficiente; travesías peligrosas; calzadas sin pintar; arcenes inexistentes; gravillas amenazadoras; asfalto desgastado y tragaluces; piso con cortes y parcheo continuo; un badén por aquí, un bache más allá; y todas las sorpresas negativas que un conductor o un peatón imaginarse puedan. La general de Astorga a Pandorado, nunca terminada, se había convertido, por ejemplo, en el sueño irrealizable de todas las generaciones adultas de la zona. No eran buenos tiempos, no, para el tráfico rodado por tierras cepedanas. Aunque al maltratado automovilista solo le quedaba el consuelo, y no menor, de disfrutar de los placeres que la comarca ofrecía a raudales en premio a la lentitud viajera: un paisaje extraordinario, un aire purísimo y un silencio de lujo. ¡Algo es algo!

Así las cosas, es fácil comprender la buena acogida del pueblo para con los operarios públicos, que se hizo júbilo al saberse que su cometido era el de adecentar y mejorar algunas carreteras de la contornada: la salida por Castro y Morriondo hacia Asturias, la de Villameca hacia Galicia y el tramo de Palaciosmil, ¡toma kilometraje! La gran obra de ingeniería civil se llevó a cabo en pocos días –que no siempre las obras de Palacio(s) van despacio– y sin incidencias que resaltar, quedando las vías reparadas practicables y relucientes con su vestido nuevo. Los usuarios, pedestres o motorizados, pocos, que estrenaron el nuevo piso, sobremanera en el caso del tramo de Palacios, lo notaban excesivamente reblandecido, adherente, fofo, poco compacto; en algunos puntos, casi líquido, se hundía a las pisadas y quien más quien menos se llevaba en sus suelas un recuerdo de piedrecillas negras que más tarde dejarían huella casi indeleble por todos los rincones de su casa. Claro que, bien mirado, después de un asfaltado, al menos allí, siempre sucedía eso y, además, como el sol no molestaba mucho, ya iría secando y arreglándose la cosa poco a poco...

Pero llegaron las calores de julio, en esta ocasión ostensiblemente retrasadas, y con ellas el desastre que, por fortuna, devino a la larga en redondo beneficio, como se verá más adelante si la santa paciencia del improbable lector lo permite. Que no hay mal que por bien no venga ni cien años dure, o eso dicen. Efectivamente, un sol de justicia, con una fuerza infernal inusitada, hizo su reaparición definitiva en la segunda quincena de julio, la nueva brea reciente y blanda aún, y sucedió lo inesperado: esta se convirtió en cuestión de minutos en una pasta viscosa y rala, deslumbrante y pegajosa, trampa colante de peatones, vehículos y demás seres vivos o inertes que se cruzaran en su camino, nunca mejor dicho. Todo ocurrió muy rápido. Primero fueron cinco mozos solteros de Palacios, mozos que ya no cumplirían la cincuentena; regresaban a mediodía en busca y captura de los merecidos garbanzos, de tomar el vermú en el bar del pantano, como tenían por costumbre, cuando a la altura de la Laguna del Campo, humedal de batracios y espadañas floridas, ya encaminados en dirección al pueblo, su coche, un utilitario nuevo recién salido de la higiene dominical, se negó a seguir.

Ni hacia adelante, ni hacia atrás. No era el motor, no era un pinchazo, no era avería ninguna, qué va, simplemente se había atascado en aquel abetunado lodazal, que paradójicamente invitaba en su brillantez y aparente lisura a deslizamientos imposibles, sus ruedas se habían pegado literalmete al suelo y el casi centenar de sus jóvenes caballos de potencia rugía inútilmente en el vacío. Pronto supieron que no había nada que hacer, pero lo que no sabían era que acabarían imitando a la máquina. En efecto, decidieron bajarse para ver de encontrar remedio y allí terminó su esfuerzo, porque también ellos, según se fueron posando, quedaron fulminantemente adheridos al pavimento, como si las suelas de sus zapatos estuviesen impregnadas de una buena capa de alguna cola potentísima.

Y eso fue solo el comienzo. No habían salido de su asombro cuando unos metros más arriba vieron caer en aquella trampa untuosa a tres vecinos de Quintana que acababan de acceder a la carretera por detrás de las casas que daban la espalda a la cancha polideportiva. A voces pudieron contarse su infortunio unos a otros, pero no podían salir de aquella situación tan inédita como embarazosa. Y más allá, a mitad de camino, se sumaba a ellos una pareja que bajaba del monte, probablemente en labores de repoblación forestal tempranera, y había entrado desde la pista que moría al lado de la pequeña cruz de hierro levantada en la margen derecha de la carretera (digresión obligada: el tal cruceiro, sustituto de otro anterior de madera y donación graciosa de un santo matrimonio de la vecindad, era un hito del cercano camino asturiano y un hermano menor de la famosa Cruz de Fierro foncebadina, esa tradición de rogativas jacobeas a pedrada limpia en la frontera maragatoberciana, que la ignorancia, la costumbre y la galaicofilia mal entendida habían fijado incorrectamente como Cruz de Ferro, pecado de lesa aculturización que ponía de dientes largos a los leonesistas, y con razón, aunque tampoco ellos se aplicaban mucho el cuento).

A escasa distancia, al final de la pequeña bajada que remataba en pronunciada curva, pantano a la vista, le tocó el turno a un poderoso todoterreno con toda una familia dentro, abuelete incluido, que venían de tomar los saludables baños de la playa lacustre y pétrea del Argañal; pero, fuera por los gritos de la pareja anterior o por la fijación paterna por los zapatos limpios, el caso es que estos fueron los únicos infortunados que, por lo menos, no se bajaron del automóvil y permanecieron, aislados pero impolutos, en aquel hogar cálido y estanco que había dejado de ser rodante, cuitadinos. Y al final del selvático jardín botánico que tras la citada curva crecía a la izquierda, justo donde las aguas milagrosas de la fuente del Patrón cruzaban la carretera al pie de la definitiva cuesta hasta Palacios, a un matrimonio teutón que buscaba, desorientado y mapa en mano, la instalación de cabañas de ecoturismo rural ofertada en la red, tan virtuales ellas que nunca llegaron a existir. Completaban, en fin, aquella inconcebible estampa inicial otros cuatro vecinos del pueblo que habían salido a la hierba sin llegar, lógicamente, a su destino; justo a la salida quedaron plantados e inmóviles, los rastros y las forcas como únicos y mudos testigos de sus malogradas intenciones agrícolas.

De ese mismo modo, inesperado y traicionero, fueron cayendo más incautos que, en el caos de los primeros momentos, alcanzaron la carretera por muy distintos puntos: los primeros vecinos que al oír las voces de auxilio de los atrapados salieron inocentemente en su ayuda; una pandilla de adolescentes en bicicleta, que no hay ESO que valga en tales circunstancias; un grupo de mujeres que usaban aquel recorrido como ruta del colesterol por prescripción facultativa; tres atletas que sudaban sus calorías por el paradiasíaco entorno; un tractor sobrecargado de alpacas de heno, ese oro perfumado; un carro del país, engalanado, vestigio de otros tiempos, con su boyero y su yunta –última pareja bovina del antiguo régimen, indemne del reciente holocausto encefalopático, ejemplares únicos de una tierra ya sin vacas, que sin embargo fue pasto de aquel engañoso pasto–, carruaje en pruebas para una cabalgata de disfraces; un taxista de Los Barrios, en carrera regular, ignorante de que no hay atajo sin trabajo, maldito refranero, cuyas imprecaciones hostigaban, con gran aparato léxico, la corte celestial sin ningún resultado distinto al mero desahogo; unos turistas que habían sido guiados hasta allí por Guiarte.com(arcal), la mejor guía; un joven motorista que solía practicar el trial por las pistas aledañas surgidas de una tardía –aunque nunca es tarde si la pista es buena– concentración parcelaria; un rebaño entero, colectivo también en regresión, con la exclusiva de limpieza y abono de las abandonadas fincas del lugar: prisionera la primera oveja, prisioneras todas, por ese instinto gregario de la masa, y a continuación el pastor y los perros que entraron a rescatarlas; una partida de cazadores asturianos que aprovechaban los fines de semana para cobrarse algunas piezas de la codiciada fauna del monte bajo altocepedano y que, acalladas de repente sus bravuconerías cinegéticas, se rindieron sin pegar un solo tiro; una liebre autóctona que de ellos huía y que vio truncada de raíz su velocísima carrera; la pareja de cigüeñas del campanario, que la curiosidad excesiva suele ser peligrosa hasta para el más pintado; una familia de jabalíes, hembra y cinco jabatitos, que siempre cruzaban la carretera de noche por el mismo lugar, pero que aquel día, deseosos tal vez de hozar en la deslumbrante y asquerosa pocilga, quisieron vivir una experiencia nueva, y tan nueva. Y, en fin, unos cuantos engañados más que ahora no recuerdo.

Entre todos, especialmente contemplados a vista de pájaro, componían un particular belén anacrónico y viviente, una escena multicolor y fija, de enseres y seres impotentes que gesticulaban y gritaban asustados e inmovilizados hasta los tobillos, sobre un río de derretida gelatina negra, en un ambiente caótico y ensordecedor. Pero todo sucedió muy rápido, cosa de pocos minutos, puesto que ningún bicho viviente ni rodador más cayó en la trampa fulminante, que a la fuerza ahorcan y la experiencia es un grado. La noticia corrió de boca en boca a la velocidad del rayo y, con la misma rapidez, la gente que se acercaba al lugar de los hechos llegó también a una doble y obvia conclusión: no se podía tocar la carretera; no había nada que hacer por los atrapados, salvo acompañarlos y animarlos en su desgracia. Y fue entonces cuando comenzó el espectáculo.

Primero llegaron los vecinos más cercanos, luego todos los demás, junto con los familiares y amigos de las víctimas, y más tarde, movidas por la curiosidad, gentes de todo lugar y condición. Al principio, avisados por los teléfonos móviles –primitivos aparatejos a la sazón de rabiosa y molesta moda pero muy útiles en casos como aquel, de verdadera emergencia– de las primeras víctimas y de sus socorristas, también se personaron las autoridades competentes, que había que salir en la foto, acompañadas de despliegue policial y de todos los medios de Protección Civil a su alcance, que resultaron inútiles para resolver tan extraño caso. Los Bomberos trabajaron de lo lindo, pero en balde: probaron con todo tipo de aceites ligeros y pesados, productos engrasantes y corrosivos, disolventes industriales, preparados especiales ... y como si nada, aquello parecía de otro mundo; intentaron levantar la carretera con una enorme excavadora y solo consiguieron que esta pasase a engrosar el parque inmóvil allí atrapado –el conductor, ya prevenido, se salvó saltando por la parte trasera–; la idea de probar con utillaje manual tampoco resultó eficaz: la carretera se apropió a la fuerza de una interesante colección de picos, palas, machetas, barras, mazas, cuñas, martillos, motosierras y demás herramientas al efecto.

No había manera de despegar nada ni a nadie de aquel funesto riego asfáltico, como si de un potente imán se tratase. A algún político de agenda apretada, valga la redundancia, presa de la prisa y la impotencia, al calor nervioso e irreflexivo de la discusión acelerada, se le ocurrió la luminosa y expeditiva idea de podar por lo sano; pero la propuesta fue rechazada, afortunadamente, por mayoría simple, y no precisamente por su brutalidad, que no se andaban con remilgos, sino porque era políticamente incorrecto y una sangría, nunca peor dicho, para los presupuestos de la Seguridad Social, que no podrían soportar tanto cojo. ¡Las ruedas, vale; las patas, aun; pero, ay, las piernas...!

Así pues, y como era costumbre generalizada cuando algo no se sabía o no se quería resolver, se creó una Comisión al efecto, presidida por el primer edil del ayuntamiento, con su Subcomisión Técnica correspondiente, luego un Comité de Crisis, más tarde un Panel de Expertos, después una Junta de Salvación y, last but no least, un Consejo Internacional Permanente. Se multiplicaron las reuniones, contactos y comidas de trabajo a todos los niveles. Se nombraron comisionados, comisarios, subcomisarios, asesores, supervisores, inspectores, subinspectores, directores, subdirectores, secretarios, subsecretarios, jefes, subjefes, diputados, tribunos, consejeros, viceconsejeros, presidentes, vicepresidentes, vocales y hasta consonantes. Todo en vano: el misterio seguía sin ser descifrado. Ni siquiera los “míticos” sabios del MIT, el famoso centro científico de la entonces primera potencia, al que se envió una muestra del empecinado alquitrán, fueron capaces, tras sesudas sesiones de laboratorio, de descubrir nada especial en el producto estudiado: se trataba sencillamente de asfalto puro y duro –bueno, no tan duro ni tan puro, por lo visto–. Hasta el punto de que al fatídico asunto se le empezó a conocer como el nuevo SIDA (Síndrome Incomprensible Del Asfalto), grave enfermedad del momento superada muchos años ha.

Y el público seguía acudiendo, primero en número admisible, luego tanto que ya no cabía, extendiéndose por todos los alrededores. Hubo que acordonar y militarizar la zona, el ejército de tierra tomó el mando y los artilleros astorganos se instalaron a 25 km de su cuartel de destino, con sus vehículos de ET –mucho que ver con la película homónima, siglas aparte– y su uniforme de camuflaje. La Cruz Roja montó un dispositivo especial en el lugar, un hospital de campaña con quirófano, equipo médico y helicóptero de guardia, y era tal la aglomeración de curiosos peleándose por las primeras filas a ambas márgenes de la carretera de marras bajo un sol abrasador que hubo desmayos, lipotimias, heridos y ¡hasta un muerto!: un joven holandés que había sobrevivido a los encierros pamplonicas de San Fermín, unos días antes, pero no pudo superar los rigores de aquella turbamulta y pereció axfisiado, asmático que era, bajo una avalancha de espectadores inconscientes y enfebrecidos por el calor y el morbo. Por decisión familiar ya no volvió a los Países Bajos, se quedó para siempre en los Países Altos de las vastas highlands leonesas, sus cenizas se ofrecieron a los dioses de aquel asfalto divino, ramalazo panteísta provocado por las circunstancias, y fueron esparcidas a distancia por toda la carretera, tuvo unos funerales multitudinarios y bilingües y se convirtió en el mártir sacrificial que todo gran acontecimiento precisa para inmolar en las aras de su tragedia épica. El fantasma del nuevo holandés errante se apareció desde entonces durante algún tiempo a algunos automovilistas que frecuentaban aquella ruta: los paraba en auto-stop a la salida de la curva más pronunciada, les contaba su caso y desaparecía de pronto ante la estupefacción del amable conductor. Pero esa es otra historia.

Superadas todas las expectativas, no hubo más remedio que montar toda una compleja logística sobre la marcha, para recibir con las mínimas garantías a los visitantes que acudían a lo que ya representaba una auténtica peregrinación de multitudes, una invasión de nuevos romeros. Como algún listillo propietario de las tierras que bordeaban la carretera ya se había adelantado a cobrar sus diezmos y primicias a los turistas más madrugadores –una manera de hacer su agosto en julio– a cambio de utilizarlas como observatorio preferente, fueron expropiadas todas aquellas que no pertenecían al común y se instalaron asientos escalonados a todo lo largo y ancho de la zona en cuestión para impedir el hacinamiento inicial y posibilitar que todos dispusieran de plaza de asiento en el magno anfiteatro, con lugar preferente para los familiares, primero gratuita y luego, ante la sobredemanda galopante, por un precio módico y popular gracias a la subvención pública, variable según fuese de tribuna, patio, platea, preferencia, delantera, palco, general, lateral, gol, gallinero, tendido de sol, sebe, escobal, fuyacal, chopera o pinar, que al turismo hay que mimarlo siquiera sea para moverle el bolsillo.

A partir de los Praos del Campo y todas las tierras de Valdegonzalo – excepción hecha de la pradera de la Laguna y el recinto del Polideportivo, reservados para uso oficial: autoridades, militares, policías, personal sanitario, periodistas, vip...– las gradas continuaban, a mano izquierda y siempre en dirección NO, por Rodera Fonda, Valdegodas, Los Bosques y los Praos del Río; a la derecha se extendían por Las Cancillas, Las Tierras de la Cruz, La Tuda, Valderecín, Las Árgomas y Las Canteras; al fondo, ya en Palacios, cubrían la hondanada de Los Ribancos, el bajo Navarón y el mirador natural que formaban las huertas de la Moral y la calle de la Ermita. Y con ello llegó el mal fenicio: vendedores de abanicos, sombrillas, sillas plegables, helados, frutos secos y mojados, chucherías, tentempiés, bebida, tabaco, prensa, pilas, películas de fotografía y vídeo, banderas, pegatinas y demás ovnis (objetos vendibles no identificados) que uno no podía ni imaginar; y bares ambulantes, tenderetes, tómbolas, tiovivos, carruseles, barracas de tiro, coches de choque y todo tipo de atracciones y juegos, concursos, demostraciones de deporte rural, partidas de bolos y otras manifestaciones autóctonas, corros de aluches, regatas y cucañas acuáticas, animadores de calle, gaiteros, dulzaineros, tamborileros y demás músicos del país, cantares y jotas, grupos folk y pop, algunos de ganada reputación entre los más jóvenes, orquestas, bailes, verbenas, fuegos de artificio y un largo etcétera de negocios del ocio.

Despliegue gigantesco de personas, instalaciones y actividades que se fue disponiendo sobre la marcha desde la salida de la vieja Quintana la Alta a lo largo de la carretera de Villameca, uniendo a lo ancho sin solución de continuidad el fértil valle de Donillas con las hundidas ruinas del desaparecido Oliegos, aluvión de efectivos jamás registrado en los anales cepedanos. Empero, el centro de la vorágine seguía siendo, como siempre, el familiar establecimiento del sin par Matías, aventajado self made man a base de alcoholes, antracita y productos del campo y verdadero animador de la vida del pantano, centro obligado de cita y lingotazo, desbordado más que nunca por todos los puntos cardinales. Porque si la principal atracción era la carretera infame, la música y el colorido (la movida, en la terminología juvenil de la época) estaba más atrás, poblando los amplios contornos del embalse.

El tráfico quedó cortado y se habilitaron sendos aparcamientos gigantescos, uno saliendo hacia Castro, que daba a la carretera general de Astorga, y otro en Villameca, dando a la de Manzanal. Solo se permitía la entrada al recinto acotado de los vehículos militares y de policía, las ambulancias y, cómo no, los medios de comunicación llamados entonces de masas –que también eran de mesas (de guirigays, más que de debate), de misas (algunas, en vivo y en directo, los días festivos), de “mosas” (y qué ejemplares, mamma mía) y de musas (las menos)–, que vivían de confundir la opinión pública con la publicada. La prensa, omnipresente siempre en las noticias malas, que las buenas no son noticia según reza el primer axioma periodístico; allí estaban todos: desde el Faro y La Voz de la Cepeda, el Diario y la Crónica, La Nuestra Tierra, Bierzo7, las grandes agencias –empezando por EFE, o por otra letra cualquiera– y rotativas de Madrid, del resto de España y del extranjero, hasta los diarios más importantes del mundo con el NYT a la cabeza. Y la radio y la televisión, desde Radio Astorga, TLM (Televisión Local de Morriondo), TVC (Telecepeda) y TLP (Telebierzo de Ponferrada), pasando por toda clase de cadenas públicas y privadas, de dentro y de fuera, hasta la mismísima CNN, el no va más de la información primisecular.

Montaron sus estudios, terminales y unidades móviles in situ y desplegaron a sus enviados especiales, chupadores de pantalla y astros del famoseo, en busca de la entrevista del día. Hubo opiniones para todos los (dis)gustos. Veamos, al menos, las desgranadas por algunas de las primeras víctimas. Uno de los veteranos mozos de Palacios no albergaba la más mínima duda en afirmar que todo había sido un boicot, impulsado por las conservadoras fuerzas diocesanas, de la Caravana de Mujeres que tenían previsto traer al pueblo aprovechando la fiesta del Patrón, ya cercana –y Santiago sin enterarse, doy fe–; uno de los cazadores trasmontanos insistía convencido en que se trataba de un castigo divino, algo así como una plaga posmoderna, porque la fatídica carretera atravesaba un coto sagrado –no sabía, pobrecico, que toda tierra es sacra–; el más viejo, rodeado dentro del coche de sus hijos y nietos, que lo escuchaban embelesados sin pestañear, combatiente que fuera del 5º Regimiento, declaraba a los cuatro vientos y puño en alto que aquello en Cuba no pasaba –y en esto pasó Fidel, no miento–; uno de los agricultores, no perteneciente al sector agrario, cachas veinteañero y estudiante de profesión en la capital del viejo reino, que había cambiado momentáneamente las labores del campus por las del campo, miembro activo del Conceyu Xoven, hacía única responsable a la Junta de Castiella ensin Llión (en la carretera de Astorga, en una gran señal de tráfico informativa, aparece reconvertida en Junta de Cepeda y León por obra y gracia del esprái reivindicativo) de un asunto que, según él, representaba “un pasu más na centraliega opresión pucelana” –¿por qué será, sicasí, que el Pisuerga siempre pasa por Valladolí?–; los alemanes gritaban y se reían a dúo, con grandes aspavientos y mostrando una alegría inusual en aquel trance, repitiendo constantemente una misma palabra, que un amable veraneante vecino, oriundo emigrado años atrás a tierras del alto Rhin, tradujo como “¡Milagro, milagro, milagro!”, actitud incomprensible en la mentalidad racionalista germánica; la pareja furtiva no opinaba, solo quería pasar desapercibida, objetivo difícil en aquellas circunstancias, siendo como eran llamados ya los novios del mundo –su sudoroso esfuerzo, además, era de agradecer en un país con la natalidad por los suelos, por qué pues esconderse tanto–, papel que no obstante asumieron satisfechos muy pronto, anunciando en venal primicia su próximo enlace.

Así, todos iban perdiendo el vulgar anonimato, exponiendo su filias y sus fobias sin preocuparse lo más mínimo por la situación que atravesaban, como si nada hubiera ocurrido. Bueno, todos no, los más tímidos y prudentes, que haber habíalos, formaban el reducido porcentaje de los de NS-NC, presente en cualquier encuesta fiable; y los más sabios no opinaban, solo protestaban, cual enfurecido frente antiglobalización, formando una algarabía que no permitía entender nada y obligaba a un vocerío que acababa de confundirlo todo: las ovejas balaban, los bueyes mugían, los perros ladraban, la liebre chillaba, los jabalíes gruñían, las cigüeñas crotoraban y aun la ranas de la Laguna croaban, estas solidarias con sus congéneres y sin saber muy bien por qué, todos al unísono pero con ritmos, timbres, tonos y alturas tan disímiles que aquel coro animal improvisado mantenía, a todas luces, muy malas relaciones con el pentagrama, qué falta de un buen director.

Aquello ya era una fiesta, especialmente para los más pequeños, que en plenas vacaciones correteábamos por aquel mágico paraíso polvoriento e inesperado, nuestra feria de los milagros, sin dar abasto, bien aleccionados, cómo no, para que no nos acercásemos, ni de lejos, a la carretera prohibida. ¡Días maravillosos de mi lejana infancia en la patria chica del planeta materno! Pero no nos pongamos nostálgicos y prosigamos, que esto tiene tela. De todo el orbe llegaban visitantes que querían ver con sus propios ojos el fenómeno. Se ampliaron los camping de Villameca y Villamejil, se abrieron nuevas zona de acampada libre, la insuficiente oferta de plazas hoteleras fue compensada con las particulares, que se sacaban hasta de debajo de las piedras. Los tour-operadores estaban desbordados por la demanda de viajes a un lugar tan desconocido hasta aquellas fechas y el temido overbooking no se hizo esperar. Se hicieron familiares los enjambres de nipones repetidos que, cámara en ristre, seguían sumisos a un guía con sombrilla de colores chillones, los mochileros y las riñoneras. Neopunkis de cabello policromado y pantalones con ventilación, moteros de chupa y casco en ristre, pijerío de diseño y logotipo, progres de arete, piercing y bisutería varia y otras tribus urbanas surgidas del rural se entremezclaban pacíficamente con caballeros de alto copete y visa oro enfundados en clásica levita y acompañados de damas retro de vestido largo, sombrilla y pamela floripondiados, como recién salidas de la cita hípica de Ascot –¡qué ascot!– y con la mayoría (a)normal de indumentaria homologada y deportiva. El lugar se hizo lurdes, meca y muro de las lamentaciones –carretera, en tal caso–, ya no todos los caminos iban a Roma, los peregrinos preferían Quintana, la nueva ciudad santa. Por fin se hacía justicia a los caídos en Monte Medulio, por fin los astures hacían a los romanos morder el polvo, menudo ídem. ¡La venganza del rey Magarzo estaba a punto de consumarse!

El misterioso suceso se había extendido por todo el mundo mundial y convertido en el primer acontecimiento planetario de la época. Hasta tal punto que los terráqueos olvidaron –yo no, a mis años solo me preocupaba el balón, la vídeoconsola, los Pokemon, los deberes de la maldita recuperación vacacional y, sobre todo, Jeni, aquella diosa con coleta de 3ºB– sus grandes preocupaciones del momento: para unos, el paro, el terrorismo, el dow jones, el sobrepeso; para otros, el hambre, la miseria, la ignorancia, la guerra; para todos, el fútbol, la televisión, el sexo, el dólar. Todas, sin excepción, fueron relegadas a un segundo plano y solo se comentaba, en todos los sitios y a todas horas, el increíble caso de la voraz carretera. Bien que lo más increíble aun era el cambio sufrido –gozado, mejor– por las víctimas. Del susto inicial habían pasado a un estado de sosiego interior, de asunción inconsciente de su nuevo rol, en el que abandonaron transitoriamente sus necesidades y miserias más animales: no sentían frío ni calor ni ganas de comer ni de beber ni de dormir ni de desbeber ni de evacuar –ya ni siquiera de ser evacuados de la atrayente calzada– ni de ... , bueno, tampoco de eso, de nada de nada. Se sentían como en la gloria, vamos. Y en verdad lo estaban: un vaho caliente y oloroso les subía de los pies por todo el cuerpo, al igual que ocurría con la gloria, ese sistema de calefacción a ras de subsuelo tan típico de la tierra.

Conservaron, eso sí, un sentimiento muy humano y muy extendido en tiempos light de cambalache y vida muelle: la vanidad, traducida en el afán de notoriedad, de estar permanentemente en el “candelabro”, en hacerse ver a toda costa aunque no haya nada que mostrar salvo la propia vacuidad y, sobre todo, en salir en la tele, que la pequeña pantalla lo traga todo y el que no sale en ella no existe. La ocasión les era propicia y a ello se dedicaron en cuerpo –pies aparte– y alma, lo tenían muy fácil. Como no conocían la fatiga, empalmaban sin descanso las entrevistas, las ruedas de prensa, las participaciones en todo tipo de programas de radio y televisión, al principio voluntarias y gratuitas, pronto en rigurosas y carísimas exclusivas que, amén de hacerlos archifamosos transformaron en súper su cuenta corriente. Como auténticas figuras del star system radiotelevisivo, conversaban, opinaban, cantaban, bailaban –sin zapateo, por supuesto– y actuaban como en un masivo y callejero Gran Hermano, programa que rompía todos los índices de audiencia con un nuevo formato de voyeurismo inducido, un contenido asequible solo a paladares refinados y una innegable capacidad didáctica desde su acendrada escala de valores –además, te permitía no pensar, labor siempre costosa, con lo que evitabas el estrés y ganabas tiempo ... para ver más televisión, qué ilu–. Por cierto, los animales también gozaban de la momentánea ataraxia, también participaban de la gloria mediática y también sacaban su tajada correspondiente. Conque todos estaban muy contentos y nadie pensaba en volver a casa, en que aquello se terminase nunca, en despertar del sueño.

El caso llevaba en pleno delirio exhibicionista unos diez días solamente, mas tan intensos que cundían como una larga temporada. Y como no hay nada eterno bajo el sol –y ahora sabemos que encima tampoco–, aquello también se acabó. Y lo hizo, como todos los grandes asuntos, de la manera más sencilla, casual e insospechada, no podía ser de otra. Un humilde jubilado del lugar, que vivía solo en compañía de su televisor, sería el héroe que desfacería el entuerto sin proponérselo ni por asomo. Porque los descubrimientos más interesantes surgen de forma sorprendente, cuando uno menos se lo espera, y hay que estar debajo del árbol cuando la manzana se deja caer, que no es poco. Y allí estaba nuestro hombre, ese newton afortunado, ese afortunado día. El árbol era ahora la pantalla de su aparato y la manzana una ministra, mujer dicharachera y seseante con mando en plaza y de armas tomar que, en continua mas incruenta lid con un su colega, justificaba ante el sufrido españolito (...que vienes/al mundo te guarde Dios,/uno de los dos ministros/ha de helarte el corazón) los pormenores de un nuevo y alarmante caso contra la salud pública: el del aceite de orujo de oliva.

Tiempos aquellos de reacción a las fracasadas panaceas de la centuria anterior, con profusión de majos y tolerantes liberaloides, del todo vale y a mí que me registren, de solidaridades desgravables, el caso era ganar muchos duros, no importaba cómo. Antes, por aprovechar las ovejas muertas se las había convertido en harina para alimento del vacuno, pacífico y herbívoro, que enloquecía con la proteína animal y envenenaba a sus propios consumidores: chuleta que ingerías, se te esponjaba el cerebro, qué gracia. Ahora, por aprovechar al máximo la aceituna se le exprimía hasta el orujo resultante de la fabricación del aceite en las almazaras, obteniendo un sucedáneo de segunda y de ingesta letal que solo los menos pudientes (si serían tontos, siempre tirándose a lo más barato) adquirían para preparar sus ensaladas y fritangas, cayendo sin saberlo en la emboscada desconocida y lenta de los benzopirenos al acecho. Después, otras pandemias similares continuaron amenazando la vida humana, mejor no insistir en ello.

El caso es que el susodicho vecino se pasaba el día viendo la tele, su única amiga. Y casi su única distracción, salvados sus paseos por los alrededores, sobre todo cuando llegaba el buen tiempo, para ver las huertas, el campo, los animales, aquel paisaje que había sido su vida. Porque con los vecinos hablaba poco, acaso por su carácter reservado, escasamente dado a la confidencia, quizás por su innata falta de curiosidad, sin duda por su enorme y embarazosa timidez. Quién le iba a decir a él, ahora que repartía todas las horas del día entre la televisión y el ambiente en torno a la carretera del asfalto inexplicable, que podría ver e incluso saludar en carne y hueso, a los mismos famosos personajes que llegaban a su cocina por el tubo catódico. Como aquel joven de bigotillo y sonrisa congelada que insistía en que todo iba bien y en su promesa de no repetir cargo, que luego no cumpliría; o aquel otro, paisano y remendón, que había conseguido pasar del color rojo al gris sin que la cara se le pusiera del primero, auténtica cuadratura del círculo –sí, ya sé que los otros habían engrisecido primero, pero es que, por definición no pueden ponerse colorados, ¿o no?–, y que por mor del bipartidismo neorestauracionista sustituiría al anterior algunos años más tarde; o aquel berciano de voz modulada y cálida que luego lo llevaría como protagonista, en este caso por partida doble, a su programa radiofónico. O como muchos otros, que la lista se haría interminable.

Aquel hombrecito había vivido siempre en la precariedad, que no en la miseria, dado que la Naturaleza aprieta pero no ahoga y nunca había faltado allí qué echarse a la boca. Apenas se había iniciado en las primeras letras y en los primeros números, desde muy niño se había entregado al campo por entero: el pastoreo por la sierra –para él lo de que viene el lobo era algo más que un cuento–, la nieve y las galochas, los tuérganos benditos, la vecera, la vertedera y la pareja, la matanza del cocho, la lana y los corderines, el gadaño, el colmenar, los frutales, la huerta y el riego, las cosechas, las majas, el polvo infinito de las eras y graneros, los filandones de larga velada y las facenderas, ya todo en proceso de imparable desaparición a aquellas alturas. Conocía de memoria los animales, las plantas, las fuentes, los refugios y los recovecos más inverosímiles del monte, pero no había tenido tiempo ni para encontrar una mujer “entre las hijas de mi hidalga tierra” , como se propusiera el poeta, y formar una familia que disfrutase de lo que él no había podido.

Por eso no entendía de política ni de nada que no fuese aquel su mundo. Por eso estaba solo y lo más valioso para él era aquella agradecida pantalla de colores que le ofrecía entretenimiento y compañía sin nada a cambio, el mando a distancia el cordón umbilical que lo asía al resto del mundo, a una realidad virtual, inalcanzable y extraña. Se lo tragaba todo, deportes, concursos, telenovelas, magazines, todo menos los rollos del “parte”, como él decía, y algunos otros programas con pesados que hablaban de cosas raras; y todo lo vivía –o lo dormía, pues en no pocas ocasiones le servía de somnífero, por eso no se había enterado hasta ese momento de la noticia del aceite: el telediario para él era tan solo imagen y música de fondo–. Pero aquella palabra, insistentemente repetida, le recordó algo reciente e hizo que prestase atención a las declaraciones del ministerio público. Había sido un mes antes, en León, en una visita obligada precisamente por motivos de salud, cuando por primera vez oyó hablar del aceite de orujo y se trajo, confiado, una garrafa para casa, la cual allí seguía, por suerte, sin abrir; el único orujo que él conocía, y a distancia, oh oloroso néctar divino, era el de las copas matinales de sus años mozos, el mismo de las gotas con que regaba abundantemente sus cafés diarios, rito muy del país. No entendió muy bien la técnica parrafada oficial, pero aquella oleosa palabra –aceite ... aceite ... aceite ...– siguió durante un rato golpeándole el magín, como si le quisiera decir algo.

¡Y claro que quería! La idea le vino de repente y se levantó sobresaltado dando un fuerte puñetazo sobre el hule de la vieja mesa de castaño: ¡Aceite, coño, aceite! ¡Pero cómo no se me ha ocurrido antes! ¡El aceite, claro, el aceite es la solución! Salió pitando en busca del alcalde y le expuso su plan. Este no quedó muy convencido, pues todos los aceites probados habían resultado nulos, pero aquella clase no había sido tenida en cuenta y como no había otra alternativa seria cursó por si acaso la solicitud de permiso al responsable directo del caso. Y pusieron sin dilación manos a la obra. Rodeado de un público expectante, de una exagerada presencia de medios informativos y de un silencio sepulcral, el padre de la idea abrió solemnemente la garrafa y vertió su contenido bajo las zancudas patas de las doblemente inseparables cigüeñas, ahora más bien conejillos de indias; ante el asombro de todos los presentes y de los que seguían en directo la delicada maniobra por las cadenas de radio y televisión y las web informativas de todo el planeta azul, las dos aves fueron poco a poco despegando sus pies del oscuro líquido pringoso, sacudieron sus zancas unos segundos como si no se lo creyesen del todo y, ya convencidas, elevaron su majestuoso vuelo en busca del nido perdido. ¡Bravo, habían dado con la solución, qué alivio!

Una sonora oleada de aplausos y vítores rompió el cielo limpio y canicular de aquel insólito paraje cepedano y las campanas de todas las iglesias anunciaron urbi et orbi la buena nueva. ¿Cómo explicarlo? Muy “sencillo”: los hidrocarburos hulleros del alquitrán se habían negado, en un comportamiento químico sin precedentes, a diluirse en toda clase de disolventes y aceites salvo en el de orujo de oliva, a causa de un pacto secreto con los hidrocarburos policíclicos de este, sus hermanos más queridos, que también los hijos del Carbono tienen su corazoncito y sus preferencias políticas, ya se sabe que no hay peor cuña que la del mismo palo, y el responsable de la hazaña, el gran descubridor, sin enterarse. Ni siquiera se enteró, para qué, cuando los expertos expusieron con carácter oficial su explicación científica –¡a posteriori, así cualquiera!– con todo lujo de detalles. Pero menos ciencia y paciencia y más líquido milagroso era lo que hacía falta para rescatar a todos los pegados. Y el Gobierno de turno, oportuno y oportunista, enterado inmediatamente de lo ocurrido y que no sabía qué hacer con el aceite contaminante retirado, no se lo pensó dos veces y se dispuso a matar dos pájaros de un tiro, lo que le supuso una legislatura más, hay que ver. Unos gigantescos camiones cisterna, cargados con el (des)preciado óleo salvador, llegaban a las pocas horas al lugar de los hechos. Manguera mediante y ante la alegría desbordada del público, especialmente de los familiares, las víctimas fueron liberadas por un pediluvio de litros del producto engrasante, de una en una y por estricto orden de ubicación. A medida que se efectuaba el rescate, iban también lloviendo los abrazos, los besos y las enhorabuenas y felicitaciones de rigor.

Todos reestablecieron sus vidas y se acordó una semana más de festejos para celebrar el feliz desenlace. Aprovechando la infraestructura y la gente allí reunida, tuvo lugar en el pantano la fiesta del Patrón más larga y concurrida de toda su historia. Una vez terminados los fastos celebratorios, el grueso de los turistas fue abandonando la zona y esta recuperó la normalidad, aunque ya nada volvería a ser como antes. Hasta el SPEC y el ICECU, pelillos al pantano, firmaron un armisticio en plena euforia asfáltica y reagruparon sus fuerzas en la preparación de unas Jornadas de Encuentros Culturales en la Cepeda, que en esta ocasión, faltaría más, tendrían carácter monográfico en torno al extraordinario evento. Auxiliados eficientemente por las bandas por todo el lobby de cargos, profesionales, intelectuales, artistas y demás currantes cepedanos, amén de los colectivos y asociaciones de carácter sociocultural tales como las denominadas Rey Ordoño I, General Latorre, Paízo, Bilorto, Fuyaco y otros de cuyo nombre no puedo acordarme, y bien que lo quiero. Y, por la parte que les corresponde, Endymion, Edimatec y Lobo Sapiens publicaron en edición conjunta, limitada y numerada un libro especial para bibliófilos, muy difícil de encontrar, en el que se relatan por extenso y con fotografías a todo color los acontecimientos aquí solo apuntados; presionados por la ingente demanda, sacaron luego una edición rústica de bolsillo, con múltiples tiradas que desaparecían como rosquillas, que tuvo gran repercusión en el mundo literario y a la cual me remito para una mayor información de los interesados.

Por otro lado, los miles de litros de aceite vertidos y mezclados con la brea traicionera se escaparon por todos los desagües naturales del terreno. La marea negra llegó rápidamente al embalse vecino, que se oscureció de pronto, y tiñó de aparente luto las limpias aguas del Tuerto. Pero el temido desastre ecológico no llegó a consumarse, río y lago recuperaron su color natural tan pronto como lo habían perdido y la mezcla maldita se perdió para siempre en su recorrido fluvial hacia los lejanos lechos atlánticos. La peligrosa carretera se levantó por completo y se abrió una nueva vía entre Quintana y Palacios, ancha y flamante, que pronto se completaría hasta Los Barrios de Nistoso; pero en el centro de la antigua caja se conservó un trozo del asfaltado tramposo, a modo de pequeño mausoleo, bien aislado y ajardinado, como recuerdo de tan insólito acontecimiento y escarmiento para las generaciones venideras por los siglos de los siglos. Bueno, no tanto, que aquel mundo iba tan deprisa que hasta lo inaudito era de usar y tirar, las novedades eran flor de un día, nada causaba ya asombro y cada vez surgían cosas más raras que hacían abandonar de golpe todo lo anterior; por eso, a los pocos años, el asunto se olvidó y aquel testigo arquitectónico desapareció cubierto por la vegetación y la desmemoria.

No obstante, y tal como se había adelantado, que todo llega, la experiencia fue definitivamente enriquecedora para toda la comarca y con ella llegó también el moderno progreso a la antigua merindad de La Cepeda. En efecto, se produjo una verdadera revolución. Atraídas por las potencialidades económicas del lugar, antes ocultas, que el maravilloso espectáculo no había hecho más que descubrir, hicieron su aparición las multinacionales, las promotoras y todo tipo de empresas con visión de futuro que habían descubierto en la zona un campo de inversión asegurada. Se ampliaron y mejoraron todas las carreteras y caminos (el asfalto, esta vez, fue cuidadosamente probado, por si las moscas), uniendo Astorga, Carrizo, Brañuelas y Valdesamario por autovías de moderna factura que vertebraban todo el territorio comarcal con enlaces de calidad con todas sus localidades y con las tierras limítrofes; se remozaron y urbanizaron todos los pueblos, dotándolos de los servicios locales más modernos, se adecentó el entorno del pantano, se abrieron nuevas zonas de acampada, se multiplicó la oferta hotelera y turística con hoteles, casa rurales y todo tipo de instalaciones residenciales, consiguiendo incluso un flamante Parador de Turismo para la comarca, se construyó un puerto deportivo, se levantaron numerosos chalés, edificios, adosados y urbanizaciones, surgieron toda clase de instalaciones culturales, deportivas y de tiempo libre, nació una floreciente industria limpia, se recuperó el agro con los últimos avances tecnológicos, se extendieron las empresas de servicios, encareció el suelo, creció la oferta de empleo de modo impresionante y el elevado nivel de vida generó beneficios para todos. Hasta los hombres y mujeres de la diáspora regresaron al solar patrio, unos a disfrutar del merecido descanso en su tierra de origen, otros a colaborar manual o intelectualmente en los nuevos proyectos.

Con ellos llegó un gran número de inmigrantes, vecinos y lejanos, de todas las razas y culturas, para atender la fuerte demanda de mano de obra, y así la población se centuplicó en pocos años, mestiza y orgullosa. Como consecuencia, llegó a contarse con un Centro Universitario (en el municipio de Magaz), una Casa-Museo de Cultura Cepedana (en el de Villaobispo), una Radiotelevisión Local (en el de Villamejil), un Hospital Comarcal (en el de Quintana del Castillo) y un Estadio (en el de Villagatón-Brañuelas). Y todo se hizo aplicando a rajatabla las directrices más exigentes del preogreso sostenible, sin perjudicar el medio ambiente, preservando las raíces y el patrimonio cultural y potenciando su estudio y recuperación, y con la integración nada traumática de los residentes foráneos.

Los romanos habían removido las entrañas cepedanas en busca del dorado metal. Dos milenios más tarde, comenzaba una segunda fiebre del oro, otro de los escasísimos períodos de apogeo en la maltratada y humilde historia del antiguo territorio de los amacos, que entonces se convirtió en un nuevo Eldorado capaz de superar el listón del prodigio alemán, del modelo japonés, del oso suizo y del tigre irlandés. La cigüeña cepedana tomaba el relevo y ya nada detendría su rumbo ascendente por mucho tiempo. El botillo y la cecina de León –bueno, de vaca y gracias– llegaron a marcar las pautas internacionales del buen yantar. La impronta cepedana se hacía símbolo de calidad, marca registrada y denominación de origen. La ILE y Sierra-Pambley daban, por fin, sus frutos. El país del tarde, mal y nunca y del que inventen ellos se transformó en el país de la ilusión, del espíritu emprendedor y de la iniciativa. Durante décadas el milagro cepedano fue una referencia de cambio en todo el mundo. Y no precisamente de cambio tranquilo sino fulminante. Ahora sí todo iba bien. Y gracias a los efectos salvíficos y regeneradores del asfalto milagroso. ¡Quién nos lo iba a decir!

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