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Las bicicletas son para los niños

El escritor cepedano Juan José Domínguez aporta otro de sus artículos costumbristas, en los que rememora una infancia donde se registran travesuras, meadas desde el campanario y golpes en bicicleta, aliñado todo con los primeros y prematuros pensamie

LAS BICICLETAS SON PARA LOS NIׁOS

Pamplona, 30 de junio de 2001

Por Juan Josי Domםnguez

En la dיcada de los setenta, la llegada del verano era lo mejor que le ocurrםa a cualquier niסo cuyos padres vivieran fuera de Leףn. Pues todo el aסo hablando del pueblo, de lo felices que fueron de zagales…para que al final tת mismo, que a lo mejor naciste en Barcelona, acabases anhelando lo mismo que tus padres, aunque no lo hubieses visto nunca. En realidad, la llegada de junio suponםa la vuelta al pueblo, a las vacaciones, a las bicicletas, a las meriendas de nata y azucar…y, muy especialmente, al reencuentro con tus amigos de fechorםas.

Cuando ahora me vienen a la memoria recuerdos de mi infancia, siempre sale una escena que, sobre todas los demבs, destaca mayormente. Es una en la que, en efecto, me veo subido encima del viejo בrbol que habםa delante de la escuela de Quintana. Ahם estoy yo, jugando, como no, con Eduardo y Pilarםn, que eran un par de demonios sin igual.

Calculo que de aquella no pasבbamos de los seis aסos ninguno de los tres. Pero apuesto la vida, que no es poco, a que no habםa diablillos mבs felices que nosotros en la comarca de La Cepeda.

La tierna escena que tengo grabada de esa יpoca coincide siempre con un comienzo del verano de 1974, tal vez en los תltimos dםas de junio, y, desde luego, a media maסana, que es cuando la luz del sol, adunada al verde de la hierba y al gris de las casas de piedra, convertםa aquel espacio infantil en un paraםso de gloria y placer. Era nuestro lugar secreto… nuestro confesionario de amores puros, porque no podםan ser de otra manera, y de seguro el lugar donde mבs horas he pasado en mi vida.

La escuela estaba rodeada por una pared de piedras, nuestra trinchera imaginaria, desde donde nos defendםamos de las vacas que pasaban en vecera. Desde allם veםamos a Lorenzo o a Vבngel como picaban con la aguijada a las mבs bravas cuando asomaban el morro en busca de alguna pera o manzana de los huertos aledaסos o cuando meaban en los rosales de Melchor. ¡Quי espectבculo tan primitivo, pero quי hermoso!

Como cuando las vacas cagaban y luego los rapaces pasבbamos con la bicicleta encima de las moסicas. ¡Quי asco! Se nos quedaban pegadas a las piernas o a la culera unas birrias marrones y costrosas con olor a cuadra. Sin embargo, el chof יse tan particular que hacםan los neumבticos de las ruedas cuando aplastaban la mierda nos producםa un gusto tan enorme sףlo comparable al de chapotear en los embarrados charcos durante el invierno. Cosas de niסos.

La maסana de Quintana, siempre por la maסana, limpia y luminosa, dibujaba un cielo que dolםa en la retina de tan bello y azul; si acaso, una nube pequeסa, y como de algodףn, lo acariciaba levemente pero sin quitarle intensidad. Eran los aסos de la inocencia, de la infancia feliz y de estar enamorados perdidamente de Pilarםn.

Todos soסבbamos con Pilarםn. Casi me resulta difםcil recordarla de niסa, con su figura graciosa y morena, con su pelo negro, que de negro puro brillaba como un reflejo de luna. Con unos ojos oscuros tan vivos y tan bonitos que …no habםa cosa mבs dulce que Pilarםn. Tenםa algo que encandilaba a los rapaces y encelaba a las demבs niסas.

Pero, aparte Pilarםn, yo estaba enamorado de la bicicleta de Eduardo, un Giordani que frenaba dבndole al pedal para atrבs y por la cual me atrevםa capaz de lo que fuere. Hasta de robar incluso. Pero eso ya lo contarי mבs adelante

Eduardo aparcaba su bicicleta apoyבndola en el viejo tronco del בrbol. Llegaba veloz de casa de Ramona, su abuela, y cuando parecםa que despuיs de torcer en la curva de la escuela iba a seguir en direcciףn a casa de Leocadia, zas, derrapaba, inclinaba la cadera y, con su acento particular y con una meada terrible cubriיndole la bragueta, decםa: Ya eztoy aquם, quי paza.

De aquella, por montarme en la bicicleta un dםa entero hubiese renunciado al amor de Pilarםn. Lo prometo. Y eso que le jurי amor eterno subidos en el בrbol de la escuela. Tal pasiףn despertaba aquella bicicleta en mם, que en una ocasiףn me desnudי delante de Eduardo y Pilarםn a cambio de que el nieto de Ramona me dejara dar una vuelta en la Giordani que frenaba con el pedal.

Supongo que la curiosidad de verme la picha de בngel pudo con la negativa continתa y tozuda de Eduardo, que, el muy cabrףn, sףlo me dejף la bici un par de veces, y, por supuesto, siempre pagando un precio muy elevado por ello.

Ahora bien, a יl tambiיn le saliף caro el chantaje cuando el desnudo. La tםa Dita nos pillף cuando Pilarםn seסalaba con el dedo a mi falo infantil. Al primero que agarrף fue a Eduardo, y claro, las dos primeras hostias le cayeron a יl –me parto de risa-. A Pilarםn le decםa:“Condenada, pero tת cףmo andas mirando para el demonio.

A mם sףlo me importaba montarme en la bici a toda costa, no me preocupaba enseסarle la picha al mundo entero; asם que, sin verg�enza alguna, me erguם tieso como una estatua, con la mano agarrבndome la picha, y les mostrי mi secreto a Eduardo y a Pilarםn. Habםa que verles la cara que pusieron. Parecםa que acababan de descubrir Amיrica. Y la verdad, lo que descubrieron, aunque a lo mejor ahora no se acuerdan ninguno de los dos, fue la meada que les echי a los dos en la cara y las tortas que les dio Dita –me vuelvo a partir de risa.

No sי muy bien por quי, pero de niסos, al que mבs al que menos, le gusta agarrarse la picha y mear apuntando contra todo lo que se mueva. Precisamente, con Eduardo y Pilarםn, subidos en el בrbol de la escuela, les meamos en la cabeza a unas rapazas de Palacios que ni siquiera me acuerdo cףmo se llaman. Pilarםn, como no podםa apuntar, se subםa el vestido y preguntaba: ¿mבs a la derecha o mבs a la izquierda? Y al final, la pobre, del esfuerzo que hacםa para poder mear en buena direcciףn, como no le daba tiempo, sףlo tiraba pedos ruidosos.

De todos modos, mi blanco favorito eran las paisanas que iban a misa al atardecer. En esa ocasiףn no me acompaסaban ni Eduardo ni Pilarםn. Subםa yo solo al campanario, me bajaba la bragueta y desde lo mבs alto, mirando para la laguna, que era donde tenםa medido el punto de referencia para que el pis cayera justo sobre los paסuelos negros de las viejas, psssssssss, les lanzaba gotas oradas de lluvia infantil.

Reconozco que era un poco sinverg�enza. Como cuando hice de monaguillo y robי de la sacristםa un billete de100 pesetas para que Eduardo me dejase dar una vuelta en su bicicleta que frenaba a pedal. No es que me hubiese pedido 100 pesetas por dejבrmela, pero como me pidiף 50, yo pensי: me da igual coger 50 pesetas de mבs; total, da igual ser ladrףn de 50 que de 100. Con una diferencia, claro: al coger el doble tenםa para la vuelta en la bicicleta y para unos cuantos polos de naranja de aquellos que costaban a duro. Ademבs, quי leches, resultaba mבs sencillo y mבs agradable agarrar la cabeza de Manuel de Falla, con ese tacto como de billete reciיn sacado de la imprenta; y no la moneda de Franco, que salםa con su cabeza de cabrףn y encima metםa ruido si se te caםa al suelo, con lo que luego se enteraba toda la parroquia del robo sacramental.

Y por fin pude montarme en la bicicleta, con hostiazo y todo, que ya lo cuento en la crףnica de Otoסo, lluvia y aסoranza.

No sי muy bien que tenםan las bicicletas, pero a mם me ponםan como loco. Al subirme a ellas, en cuanto daba cuatro pedaladas, era como si uno se sentarב en un coche de carreras y, sin frenos y mirando al horizonte, pisara el acelerador hasta volar pensando que alguna vez llegarםa a Plutףn. Una sensaciףn alucinante. Empero, sףlo al alcance de la imaginaciףn de un niסo feliz.

Las bicicletas son para el verano. Y lo son, sobre todo, donde uno las ha montado, las ha disfrutado e, incluso, volado, como yo, que, en una ocasiףn, creyיndome no sי lo quי, acabי en un barranco.

Aתn me veo adelantando al 600 de Marcelino en la cuesta del Mesףn, allב por 1974, con seis aסos, con las paisanas echבndose las manos a la cabeza, como aceptando que ese rapaz se mata en cualquier momento, y, sobre todo, y esto es lo que mבs feliz me hacםa: pedaleando cuesta abajo con dos cojones y sabiendo que al dar la curva no tenםa ni idea de lo que me iba a encontrar, como le pasף a mi primo Emilio el dםa que se abriף la cabeza y quedף tumbado en la carretera que todos pensamos que se habםa matado.

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