Como Valeriano Natal, el hijo de Pedro y Asunción, no había muchos por La Cepeda. Nació en Oliegos, a finales del siglo XIX, allá por 1896. Seguramente era un caso único en la comarca. Vivió la vida en rebeldía, dándole al pimple y presumiendo como un dandy al que las mujeres adoraban con verdadera pasión. Fue el último romántico leonés. Sin embargo, murió pobre, sin nadie a su lado, aunque lleno de dignidad y vestido con su eterna chaqueta de paño marrón.
Sin haber cumplido 15 años, marchó a Cataluña, a casa de una prima viuda, con la cual tuvo un hijo que no reconoció. Los dos primeros años se dedicó a leer a los clásicos en la biblioteca. Descubrió el gusto por la literatura y la política, y, al cabo de dos años, cuando Rogelia se cansó de mantenerlo, como necesitaba dinero para comer se puso a trabajar en la incipiente línea de ferrocarriles de Mataró.
Muy pronto, debido a su capacidad oratoria, destacó como agitador sindical de la CNT. Cuentan de él que, cuando la Semana Trágica de Barcelona, en 1917, se encargó el mismo, en persona, de instigar a la masa obrera para asaltar algunos cuarteles de la guardia civil. Debido a ello, lo metieron en la cárcel dos años. Luego, un poco harto de la lucha revolucionaria, retornó a su tierra natal y, ajeno a los avatares políticos del momento, se dedicó a labrar la tierra y a componer poesías de amor.
Apuesto y elegante, traía por la calle de la amargura a las madres de media Cepeda. Al parecer, por medio de las poesías y de la plática mediterránea que aprendió en Cataluña, era capaz de conquistar a cualquier muchacha dispuesta a acercarse a él. Incluso, la dulce Felisina, tal vez la mujer más amada y deseada de La Cepeda, no se resistió a los encantos de Valeriano Natal. A él no le cobraba los servicios amorosos. Fueron los años más felices del anarquista poeta. Hasta que llegó la guerra.
Como no quería ir al frente, se las arregló para enfermar de tristeza. Y de este modo, tumbado en la cama por el día, y conquistando corazones por la noche, con un poco de ayuda del médico, que era un tunante y un mujeriego como él, se libró de pegar tiros en la contienda civil. Curiosamente, el día que tañeron las campanas anunciando el final de la guerra, Valeriano saltó de la cama y brincó dando saltos en la plaza del pueblo para celebrar la buena nueva. Había que verlo como lanzaba la boina al aire y como bailaba agarrado a dos buenas mozas de Donillas, que en aquellos días servían en casa de don Fulgencio, uno de los dueños de las minas de Los Barrios.
De suerte, en la comarca no hubo muchas víctimas de guerra. Por eso se olvidó pronto La gente de la zona, como siempre, guardaba el ganado y laboraba las tierras, sobre todo, berzas y patatas, pero también miel. De los demás asuntos no quería saber nada. Sólo pensaba en trabajar y salir adelante.
En 1943, nuevamente, todo cambió. Las autoridades proyectaron construir un pantano con el fin de embalsar agua encima de Villameca. Lo querían para regar las tierras yermas de los pueblos de La Cepeda Baja. Sin embargo, ello tenía un precio muy caro: Oliegos, el pueblo de Valeriano, iba a quedar sumergido bajo el agua para siempre.
La noticia, como era de suponer, provocó mucha desazón y tristeza entre los vecinos de Oliegos. En especial, en Valeriano, que como buen rebelde se le inflamó la cara de rabia. No comprendía cómo podían tapar con agua su pueblo querido.
Aún, hoy, en ese tranquilo paraje, cuando llega agosto y el nivel del agua baja hasta mostrar el esqueleto de las casas, se pueden ver los restos de lo que fue una aldea preciosa. Los que conocen el lugar, aseguran que como los alrededores de Oliegos no hay otro sitio igual en toda la comarca. De hecho, muchos opinan que ahí, donde el río asoma cristalino, frío y rápido, fluyendo desde Los Barrios y ensanchando su cauce hasta abrirse como un abanico, es el lugar más bello de La Cepeda.
A tan sólo unos metros de donde se levantaba la iglesia, aún quedan los frondosos caminos, adornados de helechos gigantes, que, junto con los ramales y el olor a menta, dan forma a un paisaje hermoso, singular y, si se quiere, poco habitual en la zona. No es de extrañar, pues, que Valeriano, a veces, escribiese poesías inspiradas en el paisaje verde y arborescente de Oliegos.
Pero, como ya esperaban todos, un maldito día llegó la noticia del desalojo y todo el pueblo descansó bajo el agua para siempre. Así, los que vivían en él tuvieron que marcharse tristes y sin que nadie les hubiera preguntado, aunque sea, si les parecía buena o mala la idea del pantano. En realidad, la situación política de 1946 no gozaba de buena salud democrática y tampoco era cuestión de que uno acabara fusilado detrás de una pared o encerrado tras unos barrotes de hierro, como le sucedió a Valeriano, aunque esta vez por negarse a abandonar la casa donde nació él y toda su familia.
El pobre Valeriano pasó tres meses horrendos en la cárcel de Astorga. Y además, como cuando salió no se arrepintió de su posición inicial, le negaron una casa y un pedazo de tierra en la provincia de Valladolid, como la dada al resto de los vecinos que obligaron a marcharse de su pueblo.
A partir de entonces comenzó el drama. No había día que no se acercara a la presa a contemplar como el agua había cubierto los prados. Así, lo que otrora fueron alegrías, vinos y amores, ahora se convirtió en tragedia.
Al quedarse sin tierras que labrar y sin las tres vacas que le requisaron, pronto comenzó a mendigar por los pueblos de la comarca. Caminaba abatido y siempre rumiando por dentro su pena y su dolor. Muchos no comprendían por qué sentía tanta pena. A otros les había ocurrido lo mismo y no se comportaban así. Mas Valeriano, de corazón rebelde y anarquista, no consentía la imposición por la fuerza. Era hombre de razón y buena pluma.
La gente, al principio, le ayudaba: le dejaban dormir en los pajares por la noche y le daban algo de comida. Pero pronto se cansaron de él. Incluso las mujeres. Así que, al cabo de un par de años, se convirtió en el pobre más triste de la comarca.
Ya no recitaba poesías, ni acaramelaba a las paisanas. Iba de pueblo en pueblo, con su inseparable chaqueta de paño marrón, una boina pinciana y con un hatillo colgando del hombro. Cuando alguien se lo encontraba de frente daba pena. Como ahora le faltaba un diente arriba y otro abajo, y además iba mal afeitado, a los niños los asustaba. Y peor aún, se reían de él y le hacían figuras. Quién lo ha visto y quién lo ve- decía la panadera de Villameca, que había retozado con él por entre los trigales de Porqueros.
Un 15 de abril muy soleado, mientras respiraba el aroma primaveral, con sus perfumes de tomillo y pino, y con el cielo más azul que nunca, se subió a la presa de cemento y se suicidó arrojándose a las frías aguas del pantano. Quizá quiso volver al pueblo, al origen… quién sabe.
JUAN JOSÉ DOMÍNGUEZ