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La Cepeda, sendero de naufragios

<i>A las mujeres y los hombres cepedanos, aunque en la lontananza les habite la soledad, les acompaña su tierra, ella se ofrece como morada de sueños y de aliento</i>, escribe Rogelio Blanco, en un hermoso artículo, de resonancias poéticas y antropo

Morriondo, primavera de 2001

*Creí mi hogar apagado
y revolví las cenizas.......
Me quemé la mano(A.Machado)

El hombre es un dios cuando sueña
y un mendigo cuando piensa(Hцlderlin)* La historia de cada individuo es la suma de deudas con todos los congéneres de todas las épocas y de todos los lugares. Esta deuda se inicia desde el origen de la humanidad. Es la ontogénesis imposible sin una filogénesis milenaria y multiespacial. Nada de lo presente nos es posible explicar sin una mirada hacia atrás. El mapa genético, de reciente divulgación, revela que sólo el 0,01% nos caracteriza con singularidad. El enorme porcentaje restante se comparte.

La Antropología nos ha hecho ver cómo el hombre ha tenido que adaptarse y dominar un medio resistente; cómo se ha fortalecido desarrollando sistemas sociales, económicos, etc., y diseñando espacios que den cabida a sus tensiones trascendentales o de sus inquietudes estéticas. Aspectos todos ellos culturales y específicos de la especie homo sapiens sapiens.

A pesar de esta incuestionable universalización del ser humano, la singularidad o individualidad del mismo se explicita gracias a un punto, casi siempre mínimo, del globo terráqueo. El planeta Tierra, que es de todos, soporta un punto, inicialmente sólo geográfico, que inexorablemente calificará y connotará para siempre a todo ser humano que en él alumbre; posteriormente, el neonato percibirá su aroma, grabará sus costumbres y su historia, se imantará de las señas de identidad suficientes para viajar por la vida eternamente calificado. Aquí nuestro punto, nuestro microcosmos es La Cepeda. El calificativo, cepedanos. Y la causa de detenernos un momento es la presentación de una EJECUTORIA A FAVOR DE LOS CABALLEROS HIJOSDALGO NOTORIOS DEL CASTILLO Y JURISDICI”N DE CEPEDA, MONTA—A EN EL REINO DE LEON, un manuscrito hallado en el Ayuntamiento de Quintana del Castillo y que se ofrece al lector en edición facsímil.

Mas el hallazgo y su edición, pienso, sólo aporta curiosidad y conocimientos anexos a quienes viven su tierra desde la voz maternal que ésta exige. La mística y el embrujo que emana sobre los oriundos va más allá de la arqueología y satisfacción que produce un documento histórico, pues se adentran en el misterio del espacio congénito. Es la llamada de la tierra. Un conjuro, una voz silenciada y sobria, sólo perceptible pos sus hijos. La voz de una tierra poseedora de una belleza trágica, de un futuro ceniciento, calcinada en agosto, gélida en enero, pero con un alma cargada de experiencia y resistente a fenecer. Su singularidad nos interpela y nos denomina. Se conserva en la memoria desde el silencio quebrado por el lamento. ¿La Cepeda muere, duerme o, sencillamente, germina?

La Cepeda, aún es sendero para naúfragos y fuente para las necesidades; cual alondra pregona el pan caldeal que fermenta en sus aldeas; las auroras en sus cadencias sonríen al corazón de los hijos pródigos que retornan; también ofrece añoranzas y silencios, misterios y muerte, pasión y refugio, agonía y esperanza. Es la erancia de una tierra que sueña; de unos moradores, los cepedanos, que creen que los sueños del hombre siempre serán superiores al hombre mismo( Aristóteles); pues a pesar de estos hallazgos documentales y por encima de la historia está la poesía. Allá donde la historia no llega, su cota la alcanza un poema. Sobre la razón brilla un sueño, un sentimiento. Este es un modo de manifestación de los sentimientos, de iniciar viajes iniciáticos, de dar rienda a un camino de vuelta y catárquico que nos lleva hacia el desvelamiento del alma cepedana. Es la metonimia que impide toda ética resignada y sacrificial, la participada por quienes no quieren ser esclavos de nadie, ni de la naturaleza, ni de los mitos; y de quienes tampoco quieren humillar a nada ni a nadie (Zambrano).

Hidalgos o hijos adoptivos, °no importa!, este el documento y su belleza no bastan, pues se necesita una ética de colaboración y de responsabilidad, una idiosincrasia macerada durante siglos y arrancada de las profundas aspiraciones de sus portadores. Ya que el mayor del hombre es ser hombre, la hombreidad es síntoma de dignidad, sin distinción entre el egregio(hidalgo solariego) o el vulgar(hidalgo de bragueta), el hombre hidalgo se hace no nace, y sólo aspirando a encontrase con el otro, con el prójimo más próximo y el universal, el eterno y el elemental, el hombre-pueblo, el hombre a secas, con su sabiduría y su capacidad de trabajo, con sus valoraciones éticas y estéticas; con los hombres que son sólo hombres por sí mismos, que buscan su felicidad en un espacio ubicado en el Noroeste de Iberia tangible y múltiple, pero que saben que sólo se salvan si confían en los demás, en todos.

La tierra es un espacio de creación: Nace de la creación humana, pero pronto se ensueña; ya que la realidad antes es ensoñada. Aunque el ensoñamiento de la realidad, con frecuencia, puede acarrear peligros impredecibles, éste surge necesariamente de la soledad existencial que todo ser porta. Soledad que se apacigua con la nostalgia e incluso con el descenso a los ínferos, desvelándose como seres necesitados de un espacio-tierra y de otros congéneres que comparten el mismo pan, los compañeros(cum panis). Compañeros de viaje, de tragedia, de destino, de un incierto presente continuo, de...Es el modo de humanizar la geografía que nos toca en suerte, de quererla, por ello damos nombres a sus lugares como si fueran personas, los personificamos como a seres próximos. Es un modo de amarla y de poseerla, así lo pidió Dios al protohombre Adán. Damos nombres, pues, a los lugares que pisamos y explotamos, a los animales que poseemos, y sobre todo a nuestros congéneres. Son las manifestaciones de dar cauce a una soledad abierta y expansiva, que surge de una tierra que siempre nos acompaña, y que también nos da nombre. Somos cepedanos, oriundos de La Cepeda. Y la tierra de la infancia es la patria auroral del que esperamos que nunca sea el ara sacrificial de sus hijos.

Así se nos impone una realidad desde la pureza de los sueños, aunque estos sean rústicos. Nos conforma una manera de vivir, un estereotipo, una forma de ser. Es el segundo nacimiento, si por el primero entendemos el materno-uteral; es el nacimiento debido a la tierra y a la cultura heredada, el que nos ayuda a transitar en vilo por la vida, con la levedad necesaria para ahuyentar el dolor de vivir; pues, no nacemos una sola vez, de ahí que nostálgicamente arrastremos por senderos y quebradas la necesidad de lo perdido más que de lo poseído.

Entre el Cueto de san Bartolo y el Tesón, el Suspirón y el Manzanal, montes horizonte de los que manan vientos de coral, entre el río Tuerto, el Porcos y el Barbadiel, ríos que allí nacen y se vagabundean hacia el mar, por chanas y oteros, fuentes o regatos, en la bima o en la ralba, recogiendo gavillas o aventando el grano, en los prados, entre los centenares o en los pinares, en concejo o hacendera, en el silencio y en el desafío, con el orujo mañanero o en las veladas al lado del fuego bisbiseando consejas, entre la grisura de la historia o en la claridad del presente, en el nacimiento o en el óbito, pero siempre y bajo la llamada de la campana late un alma peregrina, a veces errática, que escuchamos sedienta de identidad. Es el alma que nos guía y une, la que conforma entre calles y sementeras, la que recita melodías inconfundibles y salmodias labradas por la historia. Es el amor hiriente que resiste la hibernación y se modula entre el cielo y la tierra, en soledad y en compañía.

A los cepedanos, alejados o exiliados, aún nos resta el punto maternal, la referencia, un norte: la tierra; pues ella siempre permanece y acoge. En ese lugar vemos y miramos, oímos y escuchamos, reconocemos de un modo sin par, pues existe un palpitar generado por las primeras imágenes que recibimos, son las primeras caricias sentidas de sus brisas, las de allí, únicas, cobijadoras, cuyo lenguaje es deíctico y directo, sin mensajeros, familiar. La tierra natal, pues, se lleva allá a donde se vaya. Es una impronta indeleble, un imponderable, permanente tatuaje.

Un tatuaje homogéneo y sacralizado, que une y ensalza, mas debe encaminarse hacia lo universal, a ese vértigo que puede diluir un origen más nunca aniquilar. Ahí nace la doble condición de ser de un lugar que sinuosa y humildemente se manifiesta en la historia, en este caso en un viejo documento ofrendado facsimilar. Se trata de la raptancia de la sierpe y el vuelo del pájaro reflejado en cada albor.

A las mujeres y los hombres cepedanos, aunque en la lontananza les habite la soledad, les acompaña su tierra, ella se ofrece como morada de sueños y de aliento. °Qué su recuerdo y sus brisas les sean leves! La lluvia del azar o del olvido, las piedras laceradas, los recintos del amor donde se repite el eco de los sueños de sus padres destilan lágrimas de añoranza, un mar reposado que renueva pasiones.

Cada descubrimiento o cada recuerdo son un baño de frescura térrea que se desliza entre hiedras, que marca con lágrimas antes de sinuarse, antes de hacerse presente. Desde la herrumbre íntima de la fragua o desde el horno del pan, en la solana de las iglesias calcinadas entre oraciones y ritos, a la sombra de la vieja escuela se conforma un lado amable y cálido que recoge el sentir y el palpitar del alma cepedana.

El silencio y la humildad, los caminos perdidos y las canciones, la paciencia y la tacañería se arrastran inapelablemente en permanente adsum. Es la dulzura del aire que nos roza, que heridariamente se adentra por las arrugas para hacerse más presente. Surcan el rostro, rasgan la frente, mas no doblan una humilde cerviz labrada siglo a siglo.

Los tapiales y el adobe, los trillos y los carros, las praderas y los campos santos caen como estatuas del olvido al filo del atardecer en las charlas solaneras de los abuelos, quienes con una copa de vino brindan entre ráfagas de recuerdos al ritmo que marca y susurra el auroral invierno cepedano. Esperan que la corteza de nieve, libre de batallas, se cuartee y deje aflorar esta tierra cansina y esperanzada, testigo de una historia hidalga y labriega, recia y herrumbrosa, mas piedra que pule el viento, laminada y firme. Aún esperamos que su voz recia suene y nos acune como en los días de la confusa niñez; pues La Cepeda es tierra madura, preñada por hombres eternos, fruto de lluvias primaverales y preparada por los dioses desde la prehistoria, en misterioso abandono, y que se resiste a ser entregada al olvido; aún nos esperan donde ya habitamos: una casa vacía, las sombras de la vida y el regazo tierno de nuestra tierra: La Cepeda

ROGELIO BLANCO MARTINEZ

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