Por Juan José Domínguez
Quintana del Castillo, 10 de junio de 2001
No lo puedo evitar, pero cada vez que paso por Villagatón, y da igual en qué fecha del año sea, me acuerdo de los tres sinvergüenzas de Quintana del Castillo que, en plenas vacaciones de agosto, hace ahora 10 años, se presentaron en casa de una moza del pueblo, a la que no conocían prácticamente de nada, y se pusieron a recenar hasta que reventaron de fartura.
Había de todo: chorizo casero, salchichón, queso, jamón, pan de hogaza, empanada, vino y gaseosa, y, de postre, bizcocho de Astorga, colacao con leche y coñac. O sea, la hostia.
Todo podría parecer normal, hasta cierto punto, de no ser porque dos de los comensales no conocían de nada a la anfitriona del festín y porque el tío de la que los invitó a cenar estaba muriéndose en una habitación del piso de arriba. Fue algo no visto hasta entonces. Pero, en fin, prefiero contar toda la historia, para que así quede claro qué tipo de personajes hay por estos pueblos del centro de la provincia de León.
En agosto, como todo el mundo sabe, los jóvenes que veranean por La Cepeda hacen mucho deporte. Lo más habitual es andar en bicicleta, jugar al fútbol y, como era en el caso de estos tres cara duras, correr largas distancias recorriendo los caminos que huelen a brezo y a tomillo. Y claro, con tanto esfuerzo, resulta que luego acababan con todo lo que se les ponía en el plato. Normal.
Lo que ya no parecía tan normal, por mucho deporte que hicieran, es que a las dos horas de cenar tuvieran hambre, como sucedió el día del atracón; por muy deportistas o muy jóvenes que fueran ¡joder! Menudos tragones.
Pues bien: el tres de agosto de 1992, los tres chavales ésos, uno de los cuales se parecía en el físico a Indurain, como les oyeron decir a unas rapazas que en Villagatón celebraban fiesta todos los días, con tías, calimocho y baile, y además hasta las siete de la mañana, se acercaron a ver qué juerga era ésa. El caso es que al llegar al pueblo, ya pasadas las 12 de la noche, les entró el hambre porque por la tarde habían corrido 16 kilómetros y, al parecer, no quedaron saciados con la cena.
Así que, antes de nada, entraron en el bar con el fin de comer un bocata. Y aunque el chigre parecía uno de esos que hay por Colombia, con una bombilla rutilante encima del dintel de la puerta, se veía ambiente, muchas chavalas y una cuadrilla de jóvenes que cargaban cajas de calimocho que luego bebían junto a la iglesia como más tarde nos contaron. Precisamente, al lado del templo, una vez que el mocerío se colocaba con vino y coca cola, bailaban villancicos y la lambada; y luego, vete tú a saber… allá en la Ribanca Algo alucinante.
-Joder, con tanta juerga aquí nos vamos a poner morados –decía uno de los tres-
*-Oíga, ¿tienen bocadillos?
-Pues no, la verdad es que como no quieras unas patatas fritas…*- dijo el del bar-
Cuando, de pronto, apareció Arantza, que era de Bilbao y conocida de uno de los de Quintana, y le dijo: Qué pasa, Juanjo, ¿tenéis hambre, que pedís un bocadillo?
*-Pues sí, contestaron al unísono Miguel y Luís, que no la conocían de nada.
- Si queréis os puedo dar de picar algo en mi casa.* Y para allá que se fueron los tres, sin cortarse un carajo. Al entrar en la casa, que olía a madalenas y a pies, Arantza les pidió por favor que no metieran mucho ruido, pues su tío, muy enfermo el hombre, dormía en la planta de arriba.
-No te preocupes por eso, le decía el que se parecía a Induráin, quien ya se había acomodado en la mesa como si viviese en la casa desde siempre
Al instante, para sorpresa de los de Quintana, la chica apareció con una vuelta de chorizo, otra de salchichón y un queso…y jamón y una botella de vino y la madre que la parió. Aquello era un banquete de primera comunión.
-Joder, eres muy amable –le decía ahora Miguel, que le hincaba el diente al lomo embuchado.
-Pero, bueno, Juanjo, tú de qué conoces a Arantza, porque nosotros estamos aquí poniéndonos morados y no sé, da como un poco de corte –decía Luis, que parecía que no había comido en 15 días.
-En realidad, nos conocemos de cuando andábamos cogiendo los badajos de todas las iglesias de La Cepeda. Menudo escándalo: nos juntábamos el año pasado ocho o nueve tíos, y ala, a hacer el gamberro por ahí. Nos lo pasamos bien, verdad, Arantza.
Al poco rato de sentarse a la mesa, era tal el ambiente de camaradería y el cachondeo que había entre la anfitriona y el pequeño grupo de invitados, que, unido al vino que pimplaron, casi despiertan al moribundo que dormía en el piso de arriba.
Cuentan por Villagatón que nunca tres individuos cenaron tanto de una sentada. Pero, por si aun fuera poco, después de comer queso de postre, incluso tomaron bizcocho de Astorga con colacao. Fue en ese momento, cuando, Arantza, que no había probado bocado en todo el rato, dijo: Yo ya he cenado, pero, en fin, a lo mejor como algo yo también
-Sí, mujer, tú prueba algo, como si estuvieras en tu casa –le dijo Luis-.
Así, sin ninguna vergüenza, se lo dijo a la dueña.
La verdad, vaya cara que tenían. Y eso que ninguno pasaba de 23 años. El que se parecía a Indurain, ese era el más descarado de los tres y el que menos se cortaba a la hora de darle cuenta al chorizo y al salchichón. Es más, ese mismo, junto con otro de Quintana, a los pocos años volvió a repetir el convite; ahora bien, en esta ocasión, en Palacios Mil, en casa de Begoña.