Quintana del Castillo, 20 de julio de 2001Un nuevo relato del escritor cepedano Juan José Domínguez.
Villarmeriel en verde y gris. Villarmeriel pueblo. Rodeado de campos y de liebres, con margaritas y caricias de hierba que florecen en abril. Villarmeriel celta, romano y árabe, coloreado de tonos suaves, donde los pintores soñarían el cuadro de su vida. Villarmeriel con casas de piedra y tejados de losa negra, huele a brezo, a roble y a trigo. Huele a Cepeda.
Lo separa de Quintana una carretera y unos cuantos senderos que cruzan el monte hasta la sierra, por donde Faustino Mayo, Tinín para los de casa, correteaba hace cincuenta años. Se parecía mucho al resto de los niños. Iba vestido como los demás, con su pantalón corto de paño y un jersey de lana marrón que al pobre le producía escozuras en el cuello.
Tinín era un párvulo ingenioso, despierto y más listo que ningún otro rapaz. Seis años tenía nada más. Pero como cualquier otro niño de su edad y condición, a pesar de que nunca lo había visto, soñaba con subirse algún día en un barco para navegar por el mar. En su casa andaban un poco preocupados por él, ya que no conseguían quitarle la perra que se le había metido a cuenta de las olas y el mar.
Precisamente, en las ferias de Astorga de 1949, un tratante de ganado le regaló un libro en el que venían pintadas unas barquichuelas de pescadores, pero que a él le parecían lo más maravilloso que había visto hasta entonces. Así, a pesar de que nunca había visto el mar, quedó prendado de los trozos de madera que flotaban por encima del agua de sal.
Tinín era un niño soñador. Tenía que ir con las vacas todos los días al monte de Villarmeriell. Era la tarea que le habían encomendado en casa. Y aunque rezongaba un poco, porque prefería jugar con Tigre, el perro, o con los gatos, no le quedaba más remedio que obedecer a su padre y atender sin despistarse al ganado.
De talla menuda para su edad, se movía ágil como un gamo. No se asustaba ante nada, y, por más que se empeñase María, su madre, no había forma de quitarle la roña de las rodillas. De aquella, es verdad, todos los niños lucían roña en las rodillas. Pero la de Faustino era pura costra. Casi no se diferenciaba de la negrura de su tez morena. Parecía de raza mora. Con un pelo y unos ojos oscuros que, más de uno, no sin razón, aseguraba que descendía de Mustafá, un vendedor de baratijas que en 1715 dejó una docena de hijos por La Cepeda.
El vendedor de baratijas descendía de la familia Abdelakuk, los cuales mercadeaban con todo tipo de chismes, aunque muy especialmente con especias, telas y jarrones. Sus orígenes se remontaban a los primeros árabes que llegaron a la capital maragata en el año 712. Desde entonces, y salvando el pellejo en todas las batallas que tuvieron lugar hasta las últimas más sangrientas de la Reconquista, se establecieron por todo el territorio cepedano. Se sabe que los hijos de Omar Abdelakuk preferían dedicarse a las mujeres en vez de a hacer la guerra. Ello explica, pues, por qué muchos maragatos y cepedanos parecen hijos del mismo Tarik.
Tinín era un pastorcillo hijo de la España mora. Salía por la mañana con la fardela en la que guardaba un trozo de hogaza revenida y un cachín de tocino rancio que a la hora del almuerzo comía en un santiamén. Luego, tumbado boca arriba, mientras las tripas le rugían porque el estómago había quedado medio lleno, miraba el cielo azul y se imaginaba que era el mar. Y ahí, justo en ese momento, olvidándose de las vacas, imaginaba que él, a bordo de un barco, giraba el timón como el mejor capitán pirata. Las pocas nubes que flotaban eran barcos enemigos que debía esquivar. Con un palo a modo de vela, apuntaba hacia el sol y lo tornaba a derecha e izquierda, hasta que deslumbrado por la luz de oro se quedaba medio ciego.
¡Quién le habría metido esas cosas en la cabeza¡ Si él lo único que había visto relacionado con barcos era los dibujos que venían pintados en el libro con olor a imprenta que le había regalado el tratante. Los niños, es cierto, cuando piensan y ponen la mente a inventar cuentos o historias nos sorprenden.