Siquier, uno de los grandes artistas argentinos surgidos en la década de los ochenta, ha dedicado los últimos quince días en pintar paredes del Palacio de Velázquez. Es la forma “más natural de agrandar mucho el formato de mis cuadros”, dijo.
Ivo Mesquita, comisario de la muestra que organiza el Reina Sofía, ha escrito un bello texto sobre la ciudad de Buenos Aires y el artista, en el que entre otras cosas dice:
“Pablo Siquier: Ver la ciudad”
...Buenos Aires ocupa un lugar importante, tal vez único, en la historia social, en el imaginario y en la consolidación de la identidad de Argentina. Cualquier capital es importante para la fundación de una identidad nacional, pero Buenos Aires se perfila como una personalidad muy peculiar por el tipo de relación “centro-periferia” que ha desarrollado con el resto del país, imponiéndose como signo de su grandeza. A pesar de la importancia económica y cultural de ciudades como Córdoba o Rosario, parece que toda la producción material y cultural argentina es succionada por la capital, donde hoy viven casi dos tercios de la población del país (cerca de 37 millones de personas). De ahí su importancia en la articulación de un espacio político-cultural, de una identidad y un estilo de vida metropolitano, cosmopolita, moderno, que le garantiza una proyección simbólica particular y irrevocable.
Como toda ciudad, Buenos Aires no es sólo su espacio físico y sus edificaciones, sino también el locus de formación de subjetividad a partir de una experiencia vital, totalizadora de los sentidos y de la imaginación. Es también el resultado de las relaciones e intersecciones de los diversos segmentos sociales, de las prácticas políticas y culturales que la hacen funcionar, creando un imaginario propio y articulando visiones que organizan los modos de ver, pensar y existir en un lugar determinado. Pero los porteños hacen esto de una forma tan peculiar y apasionada, que es casi imposible hablar de una cultura argentina sin hacer referencia a su capital y sus múltiples formas de vida. Buenos Aires no sólo centraliza todas las productoras de televisión y cine, las casas editoriales, las creaciones de teatro, música, danza y artes visuales y los museos nacionales, sino que por encima de todo la ciudad, su diversidad cultural, la experiencia y el sentido de estar allí son el origen y los temas de esas representaciones y producciones. Buenos Aires es, entre tantas otras cosas, una fabulosa interpretación artística y creativa.
Pablo Siquier
Entre los artistas argentinos surgidos en los años ochenta, la obra de Pablo Siquier se revela como una de las más originales y complejas, traduciendo, con rigor y objetividad, una experiencia profundamente personal, amorosa, de su ciudad natal, Buenos Aires. Su trabajo opera como una negación del gesto expresivo y del efecto sin mediación del hedonismo frívolo en el ejercicio artístico, al contrario de lo que ocurre con la mayoría de sus compañeros de generación, no sólo en Argentina sino en casi todo Occidente. Estos últimos habían propuesto el retorno a la pintura como una revisitación de su tradición histórica bajo la forma de expresiones “neo”, así como el rescate del placer en el arte, en oposición a la racionalidad y crítica extrema que rigió la producción artística entre finales de los años sesenta y principios de los setenta. Siquier se concentra en la exploración programática de estructuras formales y constructivas, de motivos decorativos y representaciones abstractas que parecen sacados de un manual de arquitectura y construcción, así como en la exploración del lenguaje de los signos y emblemas desarrollada por el diseño. De este modo, contradiciendo lo que sugiere la percepción inmediata de sus trabajos como formas modulares y multiplicadas a partir del legado de la tradición argentina de Arte Concreto, la obra de Siquier tiene una proyección mayor sobre la creación de formas que expresan una pérdida de la integridad, la totalidad y la sistematización. Sus pinturas se constituyen a partir de una visión personal, fundada en la observación y en la vivencia de la ciudad, aliada a una sensibilidad neo-barroca, para revelar la inestabilidad de los signos, la ambigüedad del sentido y la difusión semántica que hacen funcionar la cultura urbana y las prácticas artísticas. Se trata por tanto de una obra que, con fuertes atributos formales, niega de forma paradójica el rigor del orden y de la razón que han regido parte del Modernismo histórico, para dar visibilidad a un mundo marcado por diferentes interacciones, con una diversidad de referentes, mutabilidad, polidimensionalidad y extrañamiento. Siquier cuestiona las certezas y predicados de la modernidad, para dar lugar a una estética donde coexisten plano y profundidad, caos y armonía, razón y fantasía...
...en los trabajos más recientes Siquier abandona el plano de los lienzos para trabajar directamente sobre las paredes de las galerías y museos con dibujos e instalaciones, que juegan con la ilusión y la percepción real del espacio. Se trata de trabajos que llevan la tensión de la representación volumétrica a través de la luz y la sombra a su punto límite en salas monocromáticas o en murales exhaustivamente elaborados. Los dibujos, generados por ordenador, como arquitecturas visionarias, son posteriormente transferidos a gigantescas superficies impresas, paredes dibujadas a carboncillo o cubiertas de poliestireno y parecen borrar las fronteras que existían entre la pintura y el mundo real. Las instalaciones de poliestireno en blanco, plata o cobre, revisten íntegramente el espacio, como un ancho marco para el vacío de la sala y la soledad del espectador: el tema de la pintura desaparece para dar lugar a una situación, circunstancia o estado propicios para pensar acerca del sujeto y su entorno. Los murales a carboncillo hablan de lo efímero del gesto del artista, del sentido transitorio de su trabajo y empeño: el carboncillo que delinea las formas y tiende a desaparecer con el tiempo, como en un proceso de extinción, olvido o letargo...
...La obra de Pablo Siquier no produce ni reproduce mapas y panoramas, ni tampoco propone evocaciones metafóricas sobre la ciudad. Es antes que nada una narrativa sobre la ciudad. Al igual que Borges, cuya vida e identidad están estrechamente ligadas a Buenos Aires, Siquier articula estrategias para dar visibilidad a una experiencia específica y personal a través de un discurso visual que envuelve desde formas reconocibles en la arquitectura local hasta puras abstracciones, y que se puede relacionar con el paisaje, la topografía, o las formas de representación de la ciudad. Sus trabajos no buscan la experiencia de la mímesis, buscan la experiencia de la escritura, no para representar lo real, sino para proponer un uso del lenguaje como medio de comunicación y diálogo en el espacio urbano. Utiliza la pintura, su práctica artística, como una función en el juego de instaurar diferencias que generan los procesos de significación y suplemento, sin pretender un significado conclusivo, sino como parte del ejercicio del sujeto con relación a los signos puestos en movimiento, a la deriva, en el espacio de la ciudad.
Así, la obra de Siquier parece ser apropiada para comentar una construcción fundamentalmente diferente de la relación entre la ciudad y su producción cultural. En este caso se aproxima a las ideas de Homi Bhabha, cuando éste propone la noción de “writing the nation” (escribiendo la nación), lo que en el caso de Siquier sería algo así como “writing the city” (escribiendo la ciudad): “El pueblo no se reduce a los conjuntos históricos ni a las partes de un cuerpo político patriótico. Este pueblo conforma además una estrategia retórica compleja de referencias sociales donde reclama una representación, y esto provoca una crisis dentro del proceso del significado y del discurso. Surge así un territorio de lucha cultural donde el pueblo se caracteriza por la doble temporalidad: El pueblo es el “objeto” histórico de una pedagogía nacionalista, ya que el discurso está dotado de una autoridad que se basa en un acontecimiento u origen histórico preestablecido o predeterminado. Los individuos son a su vez los “sujetos” de un proceso de significación que debe borrar cualquier presencia anterior u originaria del pueblo-nación, y demostrar así un principio prodigioso, vivo, donde el pueblo es parte de un proceso continuo, y la vida de la nación adquiere significado y redención como un proceso de repetición y reproducción. Los retales, los parches, los harapos de la vida cotidiana deben transformarse continuamente en signos de la cultura nacional, mientras que el acto narrativo en sí cuestiona un círculo creciente de temas nacionales. En la producción de la nación se abre una brecha entre lo pedagógico, basado en ideas continuas y acumulativas, y lo efectivo, que emplea estrategias y recursos repetitivos. A través de este proceso de bifurcación la ambivalencia conceptual de la sociedad moderna se convierte en el emplazamiento de escribiendo la nación.”
De este modo, el trabajo de Siquier se puede analizar como un retrato que busca la armonía en la identidad individual de un sujeto que habita, experimenta, resiste y crea un espacio humano llamado Buenos Aires...