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POLÍGAMO 10

Ricardo Magaz, destacado escritor cepedano, remite a la web de La Cepeda un nuevo relato, POLíGAMO 10, escrito con gracejo y agudeza. <BR> A modo de nuevo género literario, el relato llega encadenado con otro de José Antonio Martínez Reñones, otro

Ricardo Magaz, destacado escritor cepedano, remite a la web de La Cepeda un nuevo relato, POLíGAMO 10, escrito con gracejo y agudeza. A modo de nuevo género literario, el cuento llega encadenado con otro magnífico, de José Antonio Martínez Reñones, estupendo escritor nacido en la vega del Tuerto, autor de diversos libros y notables poesías, cargadas de un verde lirismo (íntimamente arraigado en la tierra astúrica y amaca). El relato de Jose Antonio será incluido en breve en éstas páginas.

P O L Í G A M O 10

Por Ricardo Magaz

*Daría mi mano derecha por ser
ambidextro y pintar a brocha con
las dos “que el agradecimiento
es la memoria del corazón”.

-Odracir Zagam-*

José Antonio es un magnífico amigo. De esos que escuchan divertida y pacientemente tus bravatas y casi nunca se arruga a la hora de pagar la factura del chiringuito. A menudo nos reímos de la vida con desparpajo. El sentido del humor de ambos es semejante: la ironía, el sarcasmo, la chanza, la socarronería y, si se me apura, un puntito de auténtica y genuina mala leche, presiden en numerosas ocasiones las regocijantes charlas. Pese a todo, José Antonio, como yo, aparte de escribir, es un poco desvergonzado. Sí, sin duda.

No se me olvidará la última conversación que mantuvimos antes de que me remendaran quirúrgicamente la puñetera clavícula. Era un bareto coqueto del “Polígamo 10”, cerca de Carrefour. Para más señas sonaba cadencioso “El tiempo pasará”, una de mis melodías preferidas. Dolorido pero contento le detallaba aún descoyuntado el batacazo que me había dado con la moto el domingo de Resurrección, para mayor gloria, cuando me dirigía a medio gas por la N-VI a los dominios diocesanos del inefable prelado asturicense. El brazo diestro en cabestrillo, la cacha de mi padre sobre la que tener una firme apoyadura (sin doble propósito) y una zapatilla de felpa que permitiera respirar aliviado al amoratado dedo gordo, también quebrado, eran la evidencia de mi maltrecho y poco decoroso estado. A pesar de ello, todo transcurría con sencilla y medida placidez. Las birras con sus respectivas tapas iban desfilando con natural tránsito; la doncella rubia de frasco que reinaba detrás del mostrador de madera parecía voluntariosa para el negocio..., sin embargo, se me calentó inexplicablemente la boca con mi contertulio y cometí el fatal e imperdonable desaguisado, o eso creí entonces.

-Oye, sabes que estoy comenzando a escribir un nuevo relato -admití de sopetón a la vez que me peleaba con un descomunal pincho de patatas picantes.

-Qué me dices, colega. Cuenta, cuenta... -me respondió mi amigo con una media sonrisa que se me antojaba de mordaz perro pulgoso, el muy mamón.

Y claro, pasa lo que pasa. Varias cervezas en el cuerpo, buen rollito, el sol en su sitio, el insoportable hueso que se había aplacado un rato, la debilidad que dan los antibióticos de última generación, la Biblia en versos alejandrinos... En fin, que incluso uno es, a veces, humano.

-Pues sí, socio, se trata de un argumento original, inédito y sugestivo que sitúo en el centro de los madriles -proseguí con el entusiasmo característico de la tercera ronda-. Un fulano, a la usanza de Benito y Cía, se independiza del jefe que le tenía más asfixiado que el dedo rollizo de mi pie y se pone a chapucear por su cuenta y riesgo. Lo primero que hace el muchachote es comprarse una furgoneta de quinta mano y rotular con letras góticas su nombre en los laterales: “Reformas Fernández”, se podía distinguir a considerable distancia. La verdad es que no le iba mal al chico, aunque los de Entrecanales y Dragados nunca llegaron a resentirse por la nueva incorporación al mercado. No obstante a nuestro cofrade le faltaba algo para que su dicha profesional fuera completa. Necesitaba un logotipo con el que tener personalidad corporativa exclusiva y distinguirse de la competencia, al igual que las grandes multinacionales del orbe. Así que dicho y hecho. Al cabo de unos meses, y con motivo de una chapucilla en un pisito del barrio de Salamanca, cayó en sus manos, por esos curiosos avatares que rinde el azar, un viejo papelote amarillento y arrugado donde tan sólo constaba en su margen superior izquierdo un logo que de inmediato llamó la atención de Fernández: “¡Coño, esto es precisamente lo que necesito!”, proclamó emocionado y berreando el sujeto en cuestión. Lo cierto es que el anagrama tenía casi toda la simbología y los elementos propios del gremio de la construcción. Era perfecto -continué relatando con visible apasionamiento mientras pedía la cuarta tanda de líquido elemento que la camarera depositó en la barra con una actitud preventivo-defensiva ante semejantes especímenes de clientela, susceptibles de morosidad sobrevenida-. En conclusión -apuntillé camino del desenlace después de dar un sorbo a la Heineken y desterrar la espuma del bigote-, que el inquieto albañil no tardó en mandarlo reproducir a babor y estribor de la furgoneta, justo al lado del prosaico “Reformas Fernández” e, inclusive, en los talonarios de los presupuestos y en las hojas satinadas de los albaranes, además del resto de la papelería habitual del ramo.

-Muy bonito el tema, pero, sinceramente, no veo materia con enjundia para un relato interesante. Eso se le ocurre a cualquier gualtrapa con resaca mañanera; se nota que el trompazo con la Kawasaki te ha dejado en horas bajas y sequía creativa, tío -me advirtió sin concesiones mi camarada con un rictus cariñoso, no exento de manifiesta decepción, a punto de engullir un formidable trozo de tortilla española con mayonesa.

-Bueno, sí, quizá tengas razón, es posible, a lo mejor... -fingí que titubeaba despistado, cambiando radicalmente de actitud-. Pero es que en realidad el asunto no acaba ahí...

-Pues ya me explicarás, porque el argumento es bastante flojo y simplón, qué quieres que te diga -respondió alzando la mano y pidiendo la quinta ronda a la moza que continuaba vislumbrándonos con lógica y mercantil suspicacia.

-Como te comentaba, hay algo más. Resulta que el albañil estuvo repartiendo tarjetas por los buzones, emitiendo recibos y paseando tranquilamente la camioneta de “Reformas Fernández” a lo largo y ancho de Madrid durante al menos dos años con el logotipo oficial de los masones.

-!Eh! ¿Qué me cuentas? Repite.

-Lo que oyes. Que el muy tontaina mandó pintar el logotipo de la Logía Masónica del Gran Oriente Español, sin enterarse.

-¡Genial, espléndido, insuperable...! -comenzó a gritar con aspavientos mi compadre, para desasosiego de la camarera-. ¡Magistral, te lo digo yo!

-Sí, la verdad es que es una historia redonda, pero es que el asunto tampoco acaba exactamente ahí –volví a hacerme de rogar con simulado desdén.

-Quieres parir de una maldita vez, que pareces la madre Angustias.

-Tranquilo que ya acabo. Verás. Los problemas del aprendiz de arquitecto del universo y futuro constructor de catedrales dieron comienzo cuando le llamaron a través de una de esas compañías de urgencias 24 horas para reparar un cuarto de baño en la planta ilustre de la Dirección General de la Guardia Civil. La primera reacción ante el improvisado interrogatorio del estupefacto mandamás benemérito que no daba crédito a lo que veía, y antes de que estallara el escándalo político y diplomático, fue un enigmático, “Hombre, mi coronel, no me diga que llevo funcionando varios años con el anagrama de una empresa de la competencia”. Al escamado patriarca del tricornio acharolado y fajín rojo le costó un rato salir de su azaroso desconcierto: o estaba ante un cerebro prodigioso o, por el contrario, tenía enfrente al indiscutible soberano de los majaderos.

-¡Genial! Simplemente genial, chico. Nadie puede ser más imbécil en menos tiempo. ¿Y tienes mucho texto redactado? –Preguntó José Antonio con supuesta falta de aviesa intención.

-No, que va, un par de folios –contesté con un indescifrable y angustioso hormigueo instalado en la boca del estómago, como si en ese preciso momento me hubiera dado cuenta de que algo podía ir mal, muy mal.

-... ¿y cuánto tiempo dices que vas a estar ingresado en el hospital con lo de la clavícula?

-No lo sé, quizá una semana larga. ¿Por qué? –Objeté con diplomático recelo.

-No, no, por nada, por nada... Lo decía porque, claro, en la clínica no podrás seguir escribiendo y acabar la historia –concluyó en misterioso tono de baja voz, pidiendo una nueva tanda de fermentos en jarra, preludio de las siguientes.

Los días con sus amaneceres, sus siestas y sus anochecidas transcurrieron como la vida misma: sin prisa pero sin pausa. Sólo diré que ya bajo los efectos de la borrachera anestésica y camino del quirófano logré balbucear a la compungida parentela, allí congregada, que tuvieran en cuenta mi condición de donante de órganos y unas descabelladas conjeturas literarias sobre la posesión y usufructo de un indeterminado Fernández. De pronto un sueño apacible todo lo invadió y se hizo el crepúsculo. Luego me enteré que el galeno del bisturí mostró vivo interés por la letanía “masónica” con la que, al parecer, seguía hostigando durante el transcurso de la intervención. El lánguido despertar estuvo marcado por la pertinente vomitona e idéntica retahíla verborréica.

Por fin he retornado a mis faenas ordinarias. La víspera del gélido aniversario de la república el cirujano me propuso el alta y me invitó a irme definitivamente a la rue recién asfaltada. El bueno de José Antonio, como otras amistades verdaderas, me giró oportuna y emotiva visita: ¡Fernández el masón seguía inédito! Los únicos folios pergeñados hasta ahora eran, naturalmente, los míos. María del Carmen, con su proverbial y atinado juicio me lo reprochó en privado: “... hombre de Dios, no sabes a estas alturas de la película que es más vergonzoso desconfiar de los amigos que ser engañado por ellos”, agregó doctoral y resignadamente, afeándome mi actitud.

Tras procelosa reflexión, achaqué a un exceso de deformación profesional mis infundados temores. La conciencia no se demoró reclamándome un acto de reparación para con mi leal y noble compañero de fatigas prosísticas. Debía hacer algo al respecto, sin embargo no sabía qué. Por eso regresé mohíno al bareto gentil del “Polígamo 10”, cerca de Carrefour. Entré pausadamente, como lo hacen en las mejores películas de situación. Me aproximé a la barra con porte distante y, antes de que me diera tiempo a pedir una birra bien fría, desde el otro extremo del mostrador la camarera me clavó su mirada como un puñal fratricida. No tardó en atacar al estilo alimaña carroñera.

-¡Vaya!, mira quien aparece por aquí, el jeta del hueso salido. Ahora mismo voy ha llamar al 091; ¡tendrá morro el pavo!

-Perdone señorita, no comprendo..., -agregué con forzada urbanidad y usual desconcierto por la recia bienvenida.

-Encima con cachondeo el sinvergüenza. ¡No te hagas el loco y paga ahora mismo los 40 euros de las consumiciones de la semana pasada!

-Disculpe usted de nuevo, joven..., creo que se trata de un lamentable error -volví a insistir con cara de filantrópico misionero en un país desarrollado-. La última vez que estuve aquí con mi amigo se abonó la cuenta con plena satisfacción entre las partes...

-Que te crees tú eso, granuja. Déjate de palabrería barata y vete sacando las pelas, anda.

-... sigo sin comprender...

-Pues es muy fácil, tronco. Cuando te marchaste a dormir la melopea el otro se quedó un rato más de guasa. Luego sonó su móvil; dijo que le llamaba un importante constructor de Madrid, un tal Fernández o algo así, y que salía hasta el quicio de la puerta porque no tenía suficiente cobertura en el teléfono aquí dentro. Todavía le estoy esperando. ¡Son 40 euros o el 091! Tú verás...

Siempre he sido un individuo de convicciones profundas y opinión sólida. En consecuencia, lo dicho es ley. José Antonio es un magnífico amigo. De esos que escuchan divertida y pacientemente tus bravatas y casi nunca se arruga a la hora de pagar la factura del chiringuito. A menudo nos reímos de la vida con desparpajo. El sentido del humor de ambos es semejante... Por cierto, ¡aviso para navegantes, bucaneros del lenguaje, pandilleros de la retórica, expoliadores del verbo y latifundistas de la prosa!, el relato, ya en imprenta, será editado en breve. Quod scripsi, scripsi in perpetuum.

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