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Fuegos de septiembre

Juan José Domínguez, autor de la novela Sombras de la Cepeda, reflexiona sobre los incendios en La Cepeda, y recuerda a los domingueros horteras que hacen la paella con fuego al lado de matojos de hierba seca.

Por Juan José Domínguez

Pamplona, 26 de septiembre de 2000

Me cuentan que la primera semana de septiembre ha sido terrible en la Cepeda y en las comarcas de alrededor porque se han prendido muchos fuegos, unos provocados y otros fortuitos. Algunos, por lo visto, han alcanzado unas dimensiones espectaculares. Y en verdad, con el calor que ha hecho, no es de extrañar. En estas tierras, ya lo sabemos, en agosto puede hacer mucho frío y, al mes siguiente, como ocurre este año, todo lo contrario. Por eso, tampoco nos sorprende, a pesar de que nos alarma, lo de los peligrosos incendios del final del verano. Y eso, ahora, que nos acercamos inexorablemente al comienzo del otoño; una estación, por cierto, nada propicia para que arda el monte. Yo, desde luego, siempre relaciono los incendios con en el verano. Sobre todo, en los días de tormenta seca, en los que no cae al suelo ni una triste gota de agua. Son esos días que al caminar por la calle, antes de que ruja la nube, parece que vas a ahogarte en cualquier momento porque el calor resulta asfixiante. Luego, como si de un pronóstico matemático se tratase, comienza a levantarse viento en todas las direcciones, los remolinos circundan alocados en derredor de la plaza del pueblo, y, tras un trueno poderoso que retumba en la sierra de Pozofierro, cae sobre los robledales un rayo veloz e infernal que desata la tragedia y las llamaradas de color rojo. Si por suerte no hay casas muy cerca del fuego, podemos darnos por satisfechos; ahora bien, como una chispa alcance algún tejado, entonces la tragedia se convierte en catástrofe. Como la que ocurrió en Abano, en el verano de 1981. En pocos minutos se quemó una casa por culpa de un maldito rayo.

Eran las cuatro de la tarde y yo charlaba con Mariluz, en casa de Marcelino, el que vivía junto a la iglesia de Quintana, cuando, al grito de ¡fuego, fuego en Ábano¡ apareció un paisano que iba dando voces y tocando la bocina de un panda rojo para advertirnos de que corriésemos la voz por el pueblo y de que tocásemos las campanas, que así era como se avisaba a los vecinos de que había fuego. Como Marcelino cojeaba de una pierna y su hija estaba fregando los cacharros en aquel momento, yo mismo subí al campanario y en un instante vi como Quintana se convulsionaba al oír las campanas tañer. Las tocaba con desesperación e inexperiencia, pero con energía…Ahora confieso que, a pesar de la tensión inicial, me resultaba emocionante anunciar el fuego. Desde lo más alto de la iglesia me sentía el protagonista de una aventura de la que aún no conocía el final. Tenía 12 años y la tarde ya olía a sudor y lumbre

Se formó una pequeña caravana en el escaso kilómetro que hay desde Quintana hasta Ábano. Pero de inmediato, en cuestión de segundos, como si la gente ya estuviera acostumbrada, se formó una hilera de personas que, rremangadas y caldero en mano, comenzaron a pasárselos de una a otra, en cadena, ordenadamente, en silencio, mecánicamente, casi a la perfección.

A medida que pasaban los segundos, la fila de voluntarios iba aumentando; habían venido de casi todos los pueblos de alrededor, cada uno con su cubo, dispuestos a colaborar. No obstante, el resplandor de las llamas rojas y negras, y lo oscura que estaba la tarde debido a la tormenta, dibujaba en los rostros de los que allí asistíamos sombras que parecían dibujadas por el mismísimo Lucifer, las cuales nos anunciaban que poco se podía hacer.

Los más valientes trataban de acercarse al incendio con el fin de salvar las vigas principales de la casa. Lanzaban cubos de agua casi al lado de las llamas, mas no servía de nada, era demasiado tarde: de la casa ya sólo quedaba en pie el esperpéntico esqueleto. Y los dueños, que permanecían inmóviles delante de su propia desgracia, lloraban desconsolados al ver que no podían salvar nada y que en pocos minutos se había derrumbado lo que habían levantado con el trabajo y el sufrimiento de toda una vida. Pobrecillos - exclamaba Perucho -. Alguna viejas también lloraban y se secaban las lágrimas con el pañuelo manchado de hollín y de tizne. Ya lo he dicho antes, creo, allí olía a sudor, fuego y lágrimas de humo y dolor.

A uno se le queda una sensación amarga después de aquello, aunque, para ser sincero, también de enajenación, de agotamiento, casi de placer trágico. Cuando ves que ya no se puede salvar la casa, la contemplas arder con delectación, esperas a que llegue la llamarada final. En realidad, es ese instinto pirómano que todos llevamos dentro, pero que nos distingue de los incendiarios asesinos de bosques porque a nosotros sólo nos afecta cuando se ha perdido todo, o sea, cuando se presenta de forma circunstancial y definitiva. Lo cual no nos libra, como al resto, de sufrir con la desoladora imagen de una casa convertida en brasas.

Da mucha pena, en efecto. Por eso, cuando me entero de que en la Cepeda ha ardido el monte, me da coraje. Muy especialmente, si quien lo ha provocado es un individuo, por llamarle de algún modo, como esos domingueros horteras que van todos los veranos al pantano de Villameca, por ejemplo, a cocinar una paella y no tienen mejor ocurrencia que hacerla prendiendo carbón vegetal junto a los matojos de hierba seca. Luego pasa lo de todos los años: arde el monte. ¡Cuánto inútil, verdad¡

Este verano, que yo recuerde, hemos tendido suerte: en agosto no ha habido fuegos importantes por la zona. Sin embargo, la primera semana de septiembre, justamente cuando las hojas principian a cambiar de color, la mala suerte se ha cebado con nuestra comarca.

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