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EPÍSTOLA ERÓTICA A UNA DAMA DE LA VEGA

"Epístola erótica a una dama de la Vega", subtitulada"Miénteme Poeta, dime que quieres", es una nueva historia erótico-hostelera narrada por un conocido escritor cepedano, que –cual Jano bifronte- suele utilizar a veces un seudónimo para seguir habla

MIÉNTEME POETA, DIME QUE ME QUIERES

Por Odracir Zagam

“Detrás de todo gran
hombre siempre hay una
gran mujer... con amante”
-King Kalla-

A todos los que la presente vieren y entendieren, sabed que aún hoy, a pesar del tiempo acontecido, recuerdo a aquella atractiva mujer con especial cariño y pasión. Acababa de llegar a España procedente del campamento de refugiados de Tindouf, cerca de El Aaiúm, invitado por mi amigo el escritor cepedano Ricardo Magaz para dar un recital poético en León. Allí la conocí en el coloquio postrero a los versos. Nunca se me olvidará su porte elegante y su cabello negro como el carbón de antracita. Parecía sacada de una jaima tuareg de las ardientes arenas de Sidi Ifni. Me dijo con voz templada que, siempre que sus ocupaciones se lo permitían, asistía a las lecturas públicas de poemas; le encantaban las elegías y los poetas rapsodas con métrica concisa y lacónica. Era de la vega del río Tuerto aunque vivía en otro lugar. “La mejor y más fructífera ribera del país”, agregó muy jactanciosa y con entusiasmo local mal disimulado. No tardamos en mirarnos con codicia a los ojos e intercambiar los teléfonos. Aún me quedaban un par de semanas de vagar por tierras del Viejo Reino.

A los pocos días me llamó al hotel Astur Plaza de Astorga donde me alojaba. Cuando colgamos, el silencio de la mañana se convirtió en un murmullo sólo comparable al de todas las jornadas a la misma hora si no fuera porque esos momentos deliciosos me parecieron irrepetibles. Presentí que ambos ardíamos en deseos altaneros y poco declarables. La invité a cenar esa misma noche.

Únicamente diré que se presentó encantadora hasta la extenuación. Sus caderas subyugantes, los pechos prominentes y aprisionados, los labios almohadillados con fino carmín de efecto humedad y unas piernas largas y esculturales de mujer táctil, conferían a aquella fémina un aspecto majestuoso y henchido de candor y ternura a la vez. Sin embargo no puedo ni deseo ofrecer otros datos personales sobre ella. Es necesario que preserve a toda costa su identidad y cualquier otro aspecto que pudiera causarle daño alguno. Se trata de una dama con vínculo legal en vigor y eso es materia sagrada para un alma sensible y respetuosa. Añadiré simplemente que se llamaba Rosa, por identificarla con un hermoso nombre supuesto.

Cenamos en el restaurante del hotel. Un precioso salón de bóveda de cristal, decorado en tonos pastel y con cuadros inspirados en el clasicismo de la zona, nos acogió con beneplácito. Desde los ventanales se vislumbraba el magnífico edificio de estilo herreriano del consistorio. Hablamos de literatura y, por supuesto, del panorama lírico actual. Ella leía todas las semanas los suplementos culturales de los periódicos y estaba enterada de los vaivenes del enmarañado mundillo de la retórica glamurosa. Yo trataba de acentuar mi galantería y ella hacía lo propio con su coquetería calculada. Ciento diez minutos y el postre fueron suficientes para que, sin mayor prórroga ni cortejo, la invitara a subir a mi cuarto para “seguir charlando con detenimiento”. “Creí que no me lo ibas a pedir nunca, poeta”, me contestó enseguida con cultivado rubor infantil.

El ascensor no tardó en bajar solícito a la planta de recepción. Las puertas se abrieron como la insaciable boca de un dragón disciplinado a base de agasajos, bulas y canonjías. Le cedí gentil el paso y penetramos. El elevador se puso en marcha con dinámica tibieza. Resolví no aguardar más. Me acerqué titubeante a ella y muy despacito la besé como si de dos primos hermanos bien avenidos se tratara. En principio fue un pequeño roce de prueba. Rosa alargó con delicadeza su mano hacia mí cuello, cerró los ojos a lo Marilyn Monroe y me devolvió el beso con ardor. He de confesar que me fascinaba la posibilidad de averiguar si aquella expresión inigualable de su rostro era un pensamiento libidinoso o sólo se trataba de contener a duras penas la orina retenida. Cuando nuestros labios se separaron, ya mi índice y también parte del pulgar intentaban culebrear alevosamente por su cintura, caminito del confín de la columna vertebral. Nuestras lenguas se volvieron a enzarzar en tórrida batalla. Sus poderosos senos me acorralaron sin tregua y mi pecho sintió el calor sensual de unas aureolas erguidas y, seguramente, rosáceas. A punto estaba de evaluar aquellas voluptuosas caderas que me tiranizaban, pero sus manos me lo impidieron. “Tranquilo, amor, no seas tan fogoso...”, me dijo con un atisbo de estudiada timidez, recomponiéndose la falda de tubo.

El montacargas nos vomitó ebrio de morbo y agitación en el último piso, justo delante de la habitación. No me demoré en abrir. Rosa me acarició la mejilla con suaves movimientos. Yo le reintegré el gesto amoroso con sobrados réditos. Luego avanzamos y sin reparos nos tendimos dóciles sobre la cama. Sus labios al rojo vivo se deslizaron por mi rostro y entraron en contacto con los míos como el aleteo de un pájaro antes de mojarse las plumas en las aguas mansas del estanque. “Miénteme poeta, dime que me quieres”, me susurró por sorpresa y con calidez al oído. Comprendí en esos momentos que estaba ante una mujer necesitada de ternura y devoción. Juro por los dioses del Teleno y los del Atlas que me propuse no defraudarla. “En cualquier parte del mundo donde anide, escribiré un soneto para ti, cariño”, acerté a musitarle mientras tomaba con delicada sutileza su pelo azabache entre los dedos. Sus besos recorrieron con fruición mi bajo vientre y antes de que pudiera recoger las caricias y los mordiscos para hacerme con ellos un estuche dorado y metafórico donde guardar el momento mágico de adoración, nos encontramos desnudos frente a frente. Por fin podría habitar en aquella sensitiva y subyugante mujer. Sin preámbulo alguno nos estrujamos en una compulsiva posesión. Nuestros labios estaban a punto de estallar. Ella hizo ademán de quejarse tratando de controlar su frenesí sin conseguirlo, pero la excitación de ambos superaba con creces los 40 grados centígrados. Rosa se dobló ligeramente hacía atrás y mis dedos decidieron masajear con descaro su pronunciado y tupido monte de los olivos. Ella comenzó entonces con una extraña danza del vientre y, ante la inevitable unión, susurró con ansia desmedida: "Ahora, mi amor. Te necesito más que nunca”. Cambié con suavidad de postura y Rosa sintió de pronto en su espina dorsal ese repiqueteo apremiante del deseo desenfrenado, próximo a estallar. No le importó en absoluto. Parecía querer aprisionarme de por vida entre sus briosas caderas. Su rostro mostró una expresión casi desencajada y un tropel de frases deliberadamente atrevidas salieron de aquella garganta profunda, tierna y sensual. Ambos nos hallábamos encaminados hacía la incontinencia final de un lance largamente anhelado. El instante excelso llegó acompañado de las preceptivas convulsiones que se intensificaron hasta alcanzar el éxtasis sólo reservado a las divinidades omnipresentes del Olimpo, a las del Parnaso y a los albañiles en época de celo, por insólito y que se pueda juzgar.

Nos levantamos perezosamente sobre las diez de la mañana. El sol se colaba con inusitada osadía por la ventana, desvelándome una nueva habitación: más espaciosa, más suntuosa, más segura, como si la amplitud y la brillantez fueran por sí mismas argumentos válidos gracias a los cuales, nada ni nadie podría turbar las vidas de sus moradores casuales. Luego nos duchamos juntos. Nuestros cuerpos no pudieron o no quisieron evitar enredarse otra vez como el tiempo en los almanaques de la memoria. Rosa olía a lavanda y flores frescas. Me clavó las uñas en la espalda y sin abrir los ojos empezó a moverse igual que si un puñado de relámpagos anduvieran sueltos por sus venas, arrojándome al torbellino ardiente y arrebatado del presente. Exhaustos, terminamos atravesados en la bañera. Poco después, relajados y con las tazas humeantes del desayuno en la mesa, charlamos largo y tendido de nosotros y nuestras circunstancias. “Tengo escrito por alguna parte que el matrimonio es la única forma legal de tomar rehenes; se empieza compartiendo un sueño y se acaba simplemente compartiendo gastos”, maticé a su prolongado y quejumbroso alegato. Rosa asintió melancólica con la cabeza; ella bien lo sabía. Luego trazamos un plan cómplice y trasgresor para la posteridad: podríamos inmortalizar por escrito lo ocurrido, salvaguardando la identidad del otro. Aún más, convinimos que cada año, por el estío, trataríamos de vernos allá donde estuviéramos.

Al despedirnos, Rosa posó con mimo su mano blanca sobre mi mejilla derecha. “Miénteme poeta, dime al menos que me quieres”, musitó de nuevo con cierta congoja y rocío en las pupilas. Inmediatamente le devolví tan deseada caricia. “En cualquier parte del mundo donde anide, escribiré un soneto para ti, cariño”, le contesté mientras una lágrima clandestina asomaba también por mi cristalino congestionado. Las campanas del reloj del ayuntamiento dieron inclementes las once. Caminé despacio con las manos en los bolsillos en dirección indeterminada. Comenzaba a llover y el goteo me recordó que no se puede lograr que retorne el agua que pasó, ni reclamar que vuelva la hora vencida. Sin embargo, el hoy y el ayer son las piedras con las que construiremos el mañana. Así es la vida. Atesora cada momento que vives. Nada nuevo hay bajo el sol.

Todo lo vence el amor;
todo lo alcanza el dinero;
todo acaba con la muerte;
todo lo consume el tiempo.

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Odracir Zagam, autor del texto, es un escritor de origen beduino-leonés-cepedano. Nació en el otoño de 1957 en el acantonamiento avanzado de ardientes y desérticas arenas en Sidi Ifni. Su padre, sargento primero legionario del Tercio “Juan de Austria”, procedente de la comarca sencilla y profunda de La Cepeda (León), falleció en una conocida emboscada en la remota garganta del lobo, de la árida región de El Aaiúm. Huérfano, pues, a temprana edad, el pequeño Odracir fue educado en el Sáhara por un preceptor y erudito tuareg bajo las estrictas normas cabileñas imperantes en el desierto nómada. Zagam goza de cuatros nacionalidades (saharaui, mauritana, argelina y española), a las que, como buen errabundo, siempre ha renunciado por considerarse apátrida y, por tanto, ciudadano del cosmos. Habitualmente reside entre dunas en un campamento bereber en tierra de nadie al sur del Sáhara Occidental, junto a su perro “Can”, su teléfono móvil y el ordenador portátil vía satélite-internet. Consagra el tiempo a la literatura de viajes y a los reportajes y colaboraciones periodísticas por encargo. También cultiva la poesía y teje la lana como lo hacían sus ancestros amacos de la ribera del río Tuerto. Decidido defensor de la Resolución de la ONU para el Referéndum de Autodeterminación de la zona, respalda al gobierno de la autoproclamada República Árabe Democrática Saharaui del que es uno de sus teóricos. Es colaborador habitual de La Voz de La Cepeda y Maragatería, Guiarte.com, El Mundo y el Diario de Getafe, además de Radio Intercontinetal.

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