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Diciembre de higos y naranjas

Las avefrías circundan los campanarios de las iglesias anunciándonos la Buena Nueva; las nubes vienen veloces del oeste, peinando los oteros, para dibujar en toda su amplitud una estampa de nostalgia y profundos sentimientos; el humo de las chimenea

He sacado un billete de autobús para ir desde Astorga hasta Quintana del Castillo y me doy cuenta de que, cuando falta un minuto para salir, sólo viajo yo en el coche de línea. Y por esa misma razón, es decir, porque sólo hay un pasajero, la compañía en vez de sacar un autobús, pone una cómoda furgoneta que gasta menos y que, por supuesto, resulta más rentable.

Al preguntarle al conductor si ocurre más veces, me asegura que sí, que incluso, en alguna ocasión, últimamente muy a menudo, no sube nadie, con lo que el servicio queda anulado. Es en diciembre, sobre todo en los primeros 15 días del mes, cuando menos gente utiliza el transporte público. Luego, al llegar las vacaciones de Navidad, el autobús sí se llena. Pero sólo por una semana. En cuanto llega enero, el autobús volverá a la cochera.

En los 24 kilómetros que separan la ciudad maragata de los pueblos de la Cepeda Alta, creo que nos hemos cruzado con dos coches, uno era el del panadero de Cogorderos y, el otro, el de un ignoto transportista de ganado. La furgoneta circula despacio por la maltratada carretera, la cual deja a ambos lados infinidad de huertas y campos cultivados. Empero, me llama la atención un detalle curioso, que, de no ser por lo lento que conduce el chófer, quizá ni me hubiese dado cuenta: apenas se ven árboles junto al arcén, cuando hace un par de lustros, aproximadamente, la calzada aparecía adornada por cientos de ellos que yacían firmes y arborescentes. Mas peor que eso, lo que en verdad me horroriza, es escuchar de mi único acompañante que los talaron porque había muchos accidentes. O sea, una justificación feble si se tiene en cuenta que, lo que menos se ve por la carretera son coches, como ya lo indiqué antes.

Sólo en el corto período que coincide con las vacaciones de Navidad o las del verano, puede decirse que por la carretera hay cierto movimiento de coches. Aunque, aún y todo, escaso como para defender que por ese motivo corten los árboles sin miramientos. Si lo que pretenden es reducir el número de siniestros, lo más lógico es que pongan señales en las que se obligue a reducir la velocidad, o si no que pongan alguna patrulla de la Guardia Civil.

Antes había un cuartel en Villameca y otro en Villamejil, precisamente por donde pasamos ahora, ya a mitad de trayecto, pero los quitaron y ahora los más cercanos se encuentran en Astorga o en Carrizo de la Ribera, en la otra punta de la comarca. De normal, no se requiere la presencia de la Benemérita por la zona, ya que en raras ocasiones se dan altercados o problemas de convivencia entre los apacibles vecinos de la Cepeda. Sólo si se celebran las fiestas de los pueblos se les ve por los alrededores. Por lo de los controles de alcoholemia o por si algún borracho se pelea o monta follón.

Nada más enfilar la recta que nos lleva a Castrillos, tras dejar Villamejil, ignoro al amable conductor y saco de mi bolso un libro que me ha regalado don Francisco Blanco, que es cura en varios pueblos de por aquí. Se titula Relicario de Santa Apolonia. Lo ha escrito él.

Le doy un vistazo rápido por encima y enseguida observo que tiene mucho valor histórico lo que ha escrito don Francisco. La verdad es que para mí cualquier libro guarda un tesoro dentro. Porque pocas cosas hay en la vida que nos produzca tanto placer y a la vez salga tan barato como leer un buen libro. Sobre todo, si llegamos a la última página con la sensación de que ha merecido la pena. Puro goce, que diría Antonio Muñoz Molina.

Dedicando unas horas a acariciar cualquier libro con la vista, el lector tiene la oportunidad de descubrir miles de sueños, pensamientos, aventuras, pasiones, desasosiegos y alegrías que al escritor le supuso redactar, a lo mejor, meses o tal vez años. Un precio muy barato para el comprador si se compara con el esfuerzo y el tiempo que ha invertido el autor. Un intercambio, en fin, que requiere mucho sacrificio por parte de quien se enamora de la imaginación para copiarlo en un papel, del mismo modo que si fuese un trasunto, a cambio, muchas veces, tan sólo de que algún desconocido disfrute con lo que se ha escrito con especial pasión.

Bien distinto son las memeces que escriben ahora los intelectuales de la farándula. Hoy publica y vende cualquiera que salga en la tele o que destaque precisamente por no significarse en las letras o en la ciencia. Muy especialmente los de siempre; es decir: nietas de dictadores, charlatanes, periodistas de alterne rosa – Ana Plagio Quintana-, curanderos y toda esa cohorte de vividores que desprecian a la inteligencia.

Menos mal que aún quedan muy buenos escritores: Umbral, Sánchez Ostiz, Llamazares, lo cual parece lógico y normal, pues con ellos se aprende buena prosa y, además, nos dan gusto al intelecto y a la biblioteca. Porque lo otro no es más que basura.

Los libreros se quejan de ello. Y también, por supuesto, de que la internacionalización de la venta literaria y las nuevas comunicaciones han llegado a las librerías sin piedad. Lo cual facilita comprar determinados libros que antes resultaba imposible adquirir en nuestra ciudad. No obstante, con la venta de ejemplares a distancia, a través de internet, se desvirtúa la mercancía, pues sirve para conseguir algún título raro o agotado, pero sin catarlo primero, que es como tener una novia durante muchos años y sólo verla el día de la boda, con lo que luego uno se puede llevar un chasco de cuidado. A los libros, antes de comprarlos, hay que acariciarlos. Como a todo lo que se quiere.

Ocurre lo mismo con los periódicos: si uno quiere puede informarse por medio de internet de lo que sucede en el lugar más remoto del mundo con mayor rapidez que en otro medio. Pero claro, nunca sentirá el mismo placer leyendo la prensa mientras toma un café, sentado en un confortable sillón y con los pies apoyados encima de la mesa, que si se pone enfrente de un ordenador.

Con un libro sucede con mayor motivo. No sólo por lo de la comodidad, sino también porque si ya de por sí no leemos en casa, lo cual quiere decir que a la librería vamos poco, a no ser que queramos regalarle un libro a alguien, aún más difícil resultará sentarnos a leer versos de Neruda mientras parpadea el ordenador. Con la televisión pasó lo mismo: todo el mundo pensaba que la máquina de las imágenes nos ocuparía las horas del día y que ya nadie leería periódicos ni libros. Por fortuna, nada de eso aconteció. Sí es cierto, asimismo, que en nuestro país se lee poco y mal. Pero la culpa no la tiene ni internet, ni antes la televisión, la causa estriba en que nos va la charanga y la pandereta, como dijo Valle Inclán. Así que, si ya de por sí nos cuesta leer, porque vivimos en un país folklórico y bullanguero, pues como para que nos lo compliquen con máquinas de letras.

Con todo, nunca es tarde para empezar a leer. Diciembre, con la excusa de las Navidades y de que pronto comenzará un año nuevo, es una buena oportunidad para regalar libros e incitar a la lectura. Por ejemplo, leyendo el que ha escrito don Francisco.

Al dejar atrás Sueros de Cepeda y con el libro en las manos, camino ya de Quintana, el conductor me cuenta que el invierno pasado, a Emilio, un paisano del pueblo, se le quemaron once vacas por un cortocircuito. El pobre ganadero, que se arruinó por ello, salió en la televisión pidiendo ayuda a las instituciones oficiales. Y supongo que algo de dinero le darían, del mismo modo que con generosidad se lo dieron los vecinos de la comarca.

Reconozco que los de por esta zona somos bastante austeros, algunos dicen que tacaños, pero cuando ocurren desgracias como la del ganadero de Sueros, la gente apoya económicamente con lo que puede. Todo tiene una explicación: la pobreza secular de las comarcas del centro de León. En el caso de los tranquilos habitantes de por aquí, en la Cepeda, saben de sobra qué significaba pasar necesidades hasta hace un par de décadas. Por eso, y a pesar de que ahora viven dignamente, aún piensan con la mente de otrora. Dicho de otro modo, aún conservan las mismas reglas de convivencia de antaño, en las que la solidaridad entre los vecinos, más que una costumbre, significaba un modo de vida por el que en caso de emergencia o necesidad la gente recibía ayuda de los demás.

En los tiempos de las economías familiares de subsistencia no había grandes reservas de capital ni de otra índole como para salir adelante en caso de una tragedia, de ahí que, como he explicado ya, a los humildes campesinos no les amparaba más socorro que el prestado por el resto de los vecinos.

El chófer tiene ganas de conversación. Es amable y se nota que lleva con dignidad su trabajo, a pesar de que hoy sólo transporta a un pasajero. Al divisar Quintana a lo lejos, mientras pasamos por Ábano, comienzan a caer diminutos copos de nieve. Se nota que ya es casi Navidad.

Y es que siempre he creído que La Cepeda, cuando llega la Navidad, se transforma en un Belén gigante en el que todos los habitantes de la comarca se convierten, por unos días, en miembros entrañables dispuestos a compartir unos días de fiesta muy sentidos por todos nosotros. Con el objetivo, sobre todo, de rememorar los tiempos en que nos reuníamos alrededor de la lumbre. Me refiero a la época en que los manjares sólo los comíamos con la imaginación y en los que el hambre apretaba el estómago. De aquella, la verdad, se pasaban bastantes miserias, pero el calor de la familia y los amigos, algunos de los cuales ya no están, justificaba suficientemente las ganas de volver a juntarnos al año siguiente.

Por eso ahora, cuando llega la Navidad, aunque ya no se pasan penurias, recordamos con fascinación y una excelente memoria lo que otrora fue nuestro modo de vivir.

Todos los años ocurre lo mismo, pero ninguno es igual. En cada pueblo, en cada casa, la celebración de la Navidad es, sin duda alguna, el acontecimiento más sobresaliente de todos los que tienen lugar en la comarca durante todo el año. A fin de cuentas, celebramos unas fiestas en compañía de nuestros seres queridos; quizá, las únicas en que, aunque sea por una vez en doce meses, los hogares reúnen a todos los miembros de la familia.

A todos nos gusta pasar las Navidades con los nuestros. Pero los niños son, con diferencia, los protagonistas destacados de estos días especiales. Recuerdo la emoción que experimentábamos cuando, con un par de semanas de antelación, los más pequeños nos encargábamos de sacar las figuras del Nacimiento para, con mucho deleite y ansiedad, disfrutar de todo cuanto rodeaba al Belén. Eso sí, siempre bien asesorados por la abuela, y, como no, al calor de la cocina y con una buena rebanada de pan tostado con aceite y azúcar para merendar mientras en la calle silbaba el aire con su sonido característico. Así de sencillo, pues, principiaban las Navidades para los jóvenes de la casa. Y supongo que del mismo modo que en La Cepeda, en el resto de la provincia de León.

Como creo, también, que, el frío y la nieve, sobre todo en La Cepeda Alta, forman parte del paisaje que envuelve a la Navidad. Nuestra tierra sempiterna, hermosa y austera, no se rinde a los designios de la madre Naturaleza. De ahí que, con la llegada de diciembre, y por tanto de la Navidad, La Cepeda sufre un cambio inmaculado.

Las calles blancas de los pueblos, cubiertas de nieve, contrastan con el gris triste de las casas de piedra. Las avefrías circundan los campanarios de las iglesias anunciándonos la Buena Nueva. Y las nubes que vienen veloces del oeste peinan los oteros para dibujar en toda su amplitud, como ya lo he dicho, la estampa navideña de nostalgia y profundos sentimientos. Con mayor intensidad, si cabe, para los que vienen de otras ciudades o, incluso, países extranjeros. Los cepedanos -estén dónde estén-, saben que desde Astorga hasta más allá de Los Barrios, el color que adquieren los campos y los montes por estas fechas es el blanco helado.

Asimismo, el olor que se percibe es singular: el humo de las chimeneas que gravita sobre los tejados de pizarra y nos anuncia el calor del hogar, invita a la sencilla cena de Nochebuena; de otra parte, muy típica en la zona. El botillo con berzas de primero y la compota de manzana de postre, culminan el momento de más intimidad familiar. Luego, a cantar. Villancicos populares o tradicionales, da igual. Se trata de compartir, muchas veces en compañía de los vecinos más próximos, de los instantes que uno recuerda con mejor agrado. Así se entiende que, en esa noche excepcional, todo huela diferente.

Por unos instantes el ruralismo mágico se apodera de los hogares cepedanos.

Tristemente, las nuevas generaciones le dan menos relevancia a tales acontecimientos. La Misa del Gallo, por ejemplo, que otrora simbolizaba la ceremonia magna por excelencia, ahora, en algunos pueblos, ya ni se celebra. Unas veces porque no hay cura y otras porque la gente no va. Menos mal que nuestros abuelos nos la recuerdan a menudo. Y no sólo por el acontecimiento religioso, que para muchos significa un motivo de celebración sobrio y serio, sino, más bien, porque nos pertenece del mismo modo que al lobo le pertenece la sierra. En realidad, forma parte de nuestro legado cepedano.

Ahora bien, al acontecimiento que no falla nadie, o mejor dicho, casi nadie, es a la misa de una del día de Navidad. Después, a tomar un vino a Casa de Matías, junto al pantano de Villameca. Posiblemente, el único bar de toda la comarca donde, por suerte, aún se reúnen los cepedanos que pueblan toda España –y parte del extranjero-. Pero lo mejor del día llega, sobre todo para los pequeños – y no tan pequeños-, al finalizar la comida de Navidad: es decir, la ansiada entrega de los regalos. En la mayoría de las casas se dan ese día, con el fin de que los niños aprovechen las vacaciones para divertirse y jugar con ellos.

En la actualidad, ni siquiera se espera al seis de enero. Ese día tan sólo está reservado para los que fruto de su inocencia, esperan a que los Reyes Magos- con Cabalgata y todo- vengan cargados de juguetes.

Hace cuarenta años, se acudía el día de Reyes a casa del padrino, el cual te obsequiaba con una comida que sabía a gloria y, en el mejor de los casos, con una bolsa de higos o dos naranjas.

Cómo hemos cambiado. Empero, no todo es evolución y tecnología. Algunas costumbres continúan con todo su vigor. Me refiero a los Santos Inocntes. Porque, en La Cepeda, las inocentadas son muy cepedanas. No hace mucho tiempo, uno de Quintana del Castillo movilizó, un 28 de diciembre y con una nevada de dos cuartas, a medio pueblo con el fin de que ayudasen a los que se habían quedado atollados con el coche cuando subían la cuesta de Piniellas, junto al letrero que nos indica que ya estamos en Ábano. Al llegar allí, para sorpresa de todos, sólo se encontraba el medio pueblo que acudió en ayuda de los viajeros inexistentes. Al día de hoy, más de uno se acuerda de mi amigo Josetxo.

La vida sigue, y La Cepeda también. Nuestras Navidades, desde luego, son diferentes de las de antes. Pero, aunque son distintas, que no distantes, conservamos una tradición magnífica. Por eso, contaba al principio que, en los días navideños, La Cepeda me recuerda a un Belén viviente, cuyos protagonistas reales son todos los apócrifos y nobles habitantes de los alrededores.

Al pasar por el cartel que anuncia que hemos llegado a Quintana, la carretera ya se ha cubierto de nieve. El chófer me para junto a casa de Publio y se despide de mí. Es diciembre y el humo que sale de las casa huele a Navidad.

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