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¡Vivan los noviozzz!

"Una fatídica tromba de agua cayó el día del enlace. No llueve nunca en Madrid, pero justo a la hora en que la comitiva nupcial se disponía a realizar a pie el trayecto de casa de los novios a la iglesia, el Renubeiru ástur, quizá en venganza por el

¡VIVAN LOS NOVIOS!

Hace solo una semana que estoy en esta capital del Reino, enviado por la CNN (Cepeda Nasty News) para cubrir los egregios acontecimientos de la boda real entre el patricio solterón de la estirpe de los Borbones y la plebeya binupcial y televisiva de la gentilidad de los ástures, y ya he podido comprobar lo extraños que son estos indígenas. Cierto es que Hispania ha cambiado mucho en estos últimos años (no había vuelto desde 1975, cuando lo del equipo médico habitual, y entonces esto era otro mundo), pero este antiguo pueblo sigue conservando algunas extrañas costumbres. Veamos.

Una fatídica tromba de agua cayó el día del enlace. No llueve nunca en Madrid, pero justo a la hora en que la comitiva nupcial se disponía a realizar a pie el trayecto de casa de los novios a la iglesia, el Renubeiru ástur, quizá en venganza por el rapto de una de sus hijas o tal vez por sumarse a la fiesta, soltó toda su furia líquida sobre la villa y corte. Todo fue luego sobre ruedas: a los insignes invitados no les quedó más remedio que despertar a sus cocheros. Tan solo un avezado hijo del país de la lluvia, Carlos de Windsor, heredero del trono de los anglos, osó desafiar el aguacero e interpretar, paraguas en ristre, una de las mejores versiones que jamás se hayan visto de la famosa Singing in the rain. Todo un gentleman.

Lo primero que me sorprendió (después de la tormenta, claro) fue la procesión. Sabía que por estos lares de tradicional sequía la gente saca los santos a la calle para pedir que llueva, pero nunca había visto una manifestación para lo contrario, tan larga y organizada (antes se habían ofrecido para ello huevos a Santa Clara, otra tradición, pero la cosa falló; la próxima, a probar con Santa Yema, a ver...): miles de rogantes, impecablemente alineados en varios cordones paralelos, con su uniforme azul, sus porras y sus armas reglamentarias, ocupaban las calles manu militari, a cuatro por metro lineal. Lo más extraño es que rezaban en silencio y era el público, cogido literalmente entre dos fuegos, el que gritaba emocionado al cielo. Qué raros son estos lugareños, ahora entiendo el estribillo más tarareado del juglar mayor de estas tierras, ¡Mucha, mucha policía!, que he oído cantar en otros acontecimientos menos festivos.

Tan raro era todo que incluso se repartieron miles de abanicos entre el público, para que este pudiese combatir el calor y las lipotimias del terrible sol de Castilla… que solo brilló por su ausencia. Pero el pueblo llano en pleno (y en comisiones) no se dejó amilanar por el mal tiempo y ocupó las calles, buscando esa ocasión única de pasar a la historia. Los que, para no mojarse, se guarecían en los bares cercanos se marchaban sin pagar, perseguidos por las súplicas de los desesperados camareros. Los avispados que vendían paraguas, chubasqueros y banderitas hicieron su agosto en pleno mayo (por cierto: la mayoría de estos adelantados de las finanzas eran emigrantes, demostrando los benefizios económicos, entre otros, del bodazo; en realidad –y en realeza– la primera emigrante benefiziada fue la novia, que se benefizió al cotizado heredero, qué partidazo). Muchos de los asistentes, emocionados, arrasaron con todo el ornato urbano instalado para la ocasión: flores, arbolillos, césped, adornos, ramos, moquetas… desparecieron en un tris, como si el ciudadano contribuyente quisiera recuperar por vía indirecta su parte alícuota en los suntuosos gastos, gajes del populacho, Una variante de los apagones yankis que ya se conoce como “el saqueo de Atocha”. No se llevaron los tapices del Patrimonio porque pesaban mucho. En fin, los más fervorosos coreaban aquello de “Felipe, torero, queremos un heredero”, lo que me confirmó una vez más que la fiesta nacional (esa ancestral matanza del minotauro en público ¡a las cinco en punto de la tarde!) sigue muy arraigada aquí, a pesar de los esfuerzos denodados de la Bardot y demás antitaurinos.

Los invitados respondieron a las expectativas protagonizando la mejor edición hasta el presente de la Pasarela Cibeles, primero a la desapacible intemperie y luego por las naves de la catedral. Ellas de gorra (qué cara), con pamelas estrafalarias muy diversas: desde el modelo platillo volante hasta el pavo real, con variopinto despliegue de flecos y plumajes. Gracias que la nunca desapercibida y siempre rompedora Ághata salvó los platos exhibiendo ufana la gama tricolor del enemigo. Ellos de pingüino, como requería el protocolo, salvo las dos excepciones de los cabezaleros proletas, que conviene marcar las diferencias y todavía hay clases (por lo menos hasta junio, época de exámenes). Mención aparte merece la moda vaticana, protagonizada por Rouco, el director espiritual del acto religioso (el gran hechicero de la tribu galaica, originario de la fecunda Terra Cha, famosa por sus capones y sus Ministros de Información y Turismo), y por todos los mitrados y purpurados que lo asistieron, pasivos y mudos, en la liturgia, con predominio del diseño de corte itálico. ¡Jesús, qué corte!: monarcas, príncipes, nobles, eclesiásticos, burgueses, caballeros, ministros, senadores, tribunos, consejeros, embajadores, presidentes, magistrados, generales, ediles, mercaderes, bardos, escribas, artistas, académicos, catedráticos, doctores, investigadores, gladiadores, libertos, advenedizos, arribistas y bufones de los medios y la prensa rosa. Zidanes y Pavones. La corte de las maravillas.

Los fastos de la propaganda oficial abarcaron dos jornadas de música y color, la ciudad vestida con sus mejores galas. Durante la primera, tuvo lugar la recepción de los invitados foráneos y la cena de despedida de solteros, primer acto del desfile de modelos. La segunda, el día de autos (destacó entre estos el carruaje nupcial, el viejo Rolls “Fantasma” con el que el antiguo sátrapa inauguraba pantanos, reblindado para la ocasión), los actos principales del casorio, bajo las estrictas normas del protocolo real. Se pudo observar el peso actual del lobby ástur, tan de moda, tanto en el bando monárquico, con Sabino o Torcuato, como en el republicano de línea juancarlista, con Zapatero o Arezes (¡toma Z!). Porque la Z de la Prinzesa Letizia ya lo invade todo (hasta la Zarzuela) y acabará consiguiendo que la Real Academia (presidida por otro paisano suyo, el maliayés Vitorín De Villaviziosa, apruebe la revisión ortográfica que se le negó al nóbel colombiano en el Congreso de Zapotecas (¡venga Z!). Otra paradoja del país.

Unidos ya en santo matrimonio, los contrayentes se acercaron a ofrecer el ramo de la novia a la Virgen de Atocha, según costumbre de la realeza madrileña, que por algo la monarquía es de origen divino. Allí, el Coro de la Fundación “Príncipe de Asturias”, institución también de la tierrina, la de los conocidos premios anuales de la muy noble y muy leal Vetusta, los recibió con la interpretación de la cantata “Oh, gloriosa Virginium”, bello himeneo de dudoso himen. Pero ya no eran horas, y el hambre real (y vasalla) se convirtió en un rugir de tripas solo disimulado por las espléndidas voces corales. ¡Al rancho!

Y llegó por fin el ágape. Aunque el gran Brujo había hecho en su sermón una alusión a las bodas de Canaán, nada más servirse los primeros manjares ya no hablaba ni Jesucristo (que no estaba en la lista de invitados, pues desde el principio corrió el buen vino, del Albariño al Moscatel pasando por el Rioja reserva, y los servicios milagreros del hábil nazareno no se precisaron en esta ocasión). Finalmente, tras los discursos de rigor, los dos metros de tarta, el humo de los últimos habanos y los vapores alcohólicos de los destilados hispánicos, llegó el momento de la verdad. El encargado de la pitanza pasó al padre del novio, como responsable de los gastos ocasionados, una bandeja de plata con la factura de la boda y fue cuando este, sin preocuparse de los presentes, exclamó con asombro regio: “¿¡Y quién coño va a pagar todo esto!?”. Lo que arrancó, sorprendentemente, los aplausos y carcajadas unánimes del respetable. Pero mi sorpresa se disipó cuando me enteré de que iban a pagar los mismos de siempre, y la mayoría sin haber sido invitados. Otra cosa más que no comprendo. Tampoco sé cómo se las van arreglar los recién casados para hacer frente a la hipoteca de su recién adquirido pisito de 3.500 m2, ahora que los créditos se vuelven a poner por las nubes. Otra manía de este país, donde tododiós aspira a vivienda propia. Y los dos sin trabajo fijo. Bueno, como les han regalado lotería premiada…

Por si acaso, que nunca se sabe lo que uno puede necesitar, se asomaron al balcón real de la Plaza de Oriente, otrora el de los discursos patrioteros y autárquicos del invicto guía, que llevaba treinta años sin abrirse (así estaría, lleno de polvo y telarañas preconstitucionales), a darse un baño de multitudes. Pero la plebe, rendida y paciente, tuvo que contentarse con un beso casto y protocolario, nada que ver con la histórica efusividad borbónica y con los tiempos que corren. Vengo buscando el caliente sur y me topo con una frialdad nórdica y contradictoria. Y, además, no hubo bises. ¿O ya había morros, a esas alturas, en el real matrimonio real? Las patadas entre los sobrinos de ambos, pajes infantiles del cortejo, quizás habían sido un anticipo de las tempranas discusiones conyugales. Sería acaso por lo del piso, que eso pone de uñas a cualquiera. Pelillos a la mar. Carlos IV, jinete en su caballo de bronce, contemplaba la escena desde el centro de la plaza tan desconcertado como yo.

Por la noche, en la cena exclusiva que el monarca ofreció a los miembros de las Casas Reales, familiares y amigos de sangre azul (a la que no asistí, obviamente, pero de la que fui informado por un confidente palaciego que nunca me falla), parece ser que, en plena euforia etílica, Víctor Manuel de Saboya dio un par de “aostas” a su primo Amadeo de Ídem, un asalto más dentro de la pelea que mantienen ambos sesentones por el simbólico trono de los itálicos. Dicen los afortunados testigos que, oh milagro, la sangre no llegó al río pero era roja, qué bochorno. Dicen también que el regio anfitrión, sorprendido por la violencia del “fuego amigo” trasalpino, sentenció lacónico: “Nunca más”, parodiando, el chapapote impregna hasta el subconsciente, el grito de guerra de sus súbditos galaicos cuando la costa de estos fue asolada por la negra sombra del bajel de la muerte y la ahora flamante nuera real hacía de “prestigiosa” mensajera, micrófono en mano a pie de playa, enfundada en el mono blanco de los voluntarios.

La presencia del país ástur, cuna de la ya prinzesa, fue notoria, como he apuntado. Debo añadir, además, el gran número de gentes del norte del Duero, las bandas de gaitas originarias que agasajaron a la pareja real con el himno trasmontano (no el de Riego, también aborigen, de Tineo, que ese solo suena en las antípodas, por ahora), momento especialmente emotivo para su joven paisana, las banderas y algo que el protocolo impidió mostrar libremente: las galochas de la tierra que la novia utilizó al bajarse del coche para no manchar sus finos zapatitos de cenicienta. (Parece ser, también, que la primera idea de la novia, que le va lo étnico, era casarse vestida de cepedana, porque el suegro de un primo tercero suyo es cuñado de un tataranieto de Teresa de Ávila por parte de madre. O algo así, que no está la cosa muy clara, pero este es un dato que aún tengo sin confirmar. De todos modos, la idea le fue desaconsejada ipso facto.).

Lejos de allí, las calles de todos los pueblos ástures (y de muchos lugares de la Hispania toda, salvo en el caso de algunas tribus tradicionalmente rebeldes) se vaciaron durante la retransmisión urbi et orbi del acto, lo que aprovechó la minoría republicana para disfrutar de la placidez de una jornada sin reyes (estaban todos en la tele). Por ejemplo, en el lugar de Cangas de Onís, primera capital de su antiguo reino, un grupo de ástures repúblicos, reivindicativos y eufóricos, rindieron un inédito homenaje civil al oso regicida que, según la leyenda, mató a Favila, hijo del rey Pelayo, como símbolo temprano que fue del antimonarquismo nacional. Sentimiento que ha hecho de ambos bandos, plantígrados y republicanos, especies en peligro de extinción. No sé si los planes de recuperación en marcha conseguirán salvarlos.

Para terminar, y volviendo a Madrid, de entre las numerosas entrevistas que pude realizar, no me resisto a transcribir las palabras de una joven entusiasmada, prueba fehaciente de que el enlace también contribuye a levantar la autoestima nacional… y otras cosas: “Ha sido muy emocionante… Mi novio vio la tele hasta las dos de la madrugada y a las ocho ya estaba con el mando. En mayo del año que viene nos casaremos”. Sin comentarios. Hasta siempre.

***

Por fin todo terminó felizmente y aproveché, enviada mi última crónica al diario, para pasar unos días en la tierra de mi madre, La Zepeda (así, con la Z de rigor y de los viejos tiempos), más hermosa que nunca en esta primavera. Allí me esperaba, sin saberlo, la última y la mayor de las sorpresas. En uno de mis madrugadores paseos por Ábano, pueblo hospitalario y blasonado, rodeado de un silencio solo roto por el despertar melodioso del campo, mantuve una animada charla con el genio de la laguna, un pequeño trasgo sabio y burlón que solo se aparece en ocasiones especiales y con el que comparto una vieja amistad. El duende de aquellas aguas goza de una información privilegiada y de última hora y, además, es capaz de predecir el futuro de una manera casi exacta. Por eso me sorprendió aun más lo que, allí y entonces, me desveló con una única condición: que lo transmitiese fielmente. Lo intentaré.

Las monarquías de todo el mundo, me vino a decir, tocan a su fin. Una conspiración ilustrada, abrileña y liberal, con infiltrados en todos los grupos de presión, contribuye a ello desde hace mucho tiempo allí donde aún se mantienen; su triunfo no tardará en llegar. Una prueba clara de ello es el grupo de las princesas plebeyas europeas, al que acaba de unirse doña Letizia: la triple M, Máxima, Matilde y Mette-Marit (con M de Monarquía, de Madrid y de Mayo, ojo), no es más que la punta de lanza de un minucioso plan de asalto y derribo de la realeza por sus partes más sensibles; lo demás vendrá solo. Otra son las atemorizadoras palabras de la homilía litúrgica (ya sabía yo que el druida galaico no era de fiar): “Vuestro matrimonio… os exige un plus de disponibilidad…absolutamente único y singular… gravosos sacrificios y una entrega incesante…responsabiliad histórica”.

Así se espanta cualquiera y no se atreve a reinar ni el más pintado. Ahora comprendo la desbandada que tuvo lugar, inesperadamente, durante la propia comida nupcial, antes incluso de tomar el café y de que los anfitriones y los desposados se hubieran retirado, como sería de esperar. Seguro que se enteraron del asunto (que el espionaje monárquico también funciona y ya hacía tiempo que venían notando síntomas preocupantes) y volaron, sin despedirse siquiera, algunos de los representantes más conspicuos del Gotha real: el enamorado príncipe de los albiones; los rubios herederos vikingos; el enviado alauita; el representante hachemita; eminentes emires; ... Que visto lo visto, hay que salvar los muebles y dejarlo todo atado y bien atado.

Y el enterado informante terminó con la revelación más sorprendente: Ante esa situación (animados, además, por los consejos de su propio primo karnal Konstantinopoulos – con la K de los Koroneles que le gestionaron lo del paro familiar –, que les insistía konstantemente en los inkonvenientes del trono y en las ventajas del aristókrata dolce far niente), los Príncipes de Asturias, jóvenes suficientemente preparados del siglo XXI, han decidido devolver al pueblo su dignidad y su voluntad política y proceder, con las garantías pertinentes, a la autodisolución de la Corona, para dedicarse en el futuro al amor y a la familia, a las artes y los deportes. Ya lo había dejado caer la güelita locutora en su conmovedora lectura de la Carta a los Corintios, pero no supimos entreverlo: “ El amor es comprensivo. El amor es servicial y no tiene envidia”. Así que, seguro como estoy de que esta primicia se cumplirá muy pronto (las transfusiones de sangre son hoy operaciones sencillas), quiero desde aquí levantar mi copa de cava berciano para desear mis felizidades más sinzeras a la sabia y magnánima pareja real, y brindar con todos mis lectores: ¡Larga vida y prole a Felipe y Letizia! ¡Vivan los novios! ¡Viva la Pepa! ¡Viva!

Zhep Jhonson Magaz

enviado especial

mayo 2004

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