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Ruralismo y Romanticismo en la literatura cepedana

Un ruralismo idílico, la memoria y el romanticismo son elementos que explican la fecunda actividad intelectual y literaria que se está viviendo el La Cepeda, según el novelista Juan José Domínguez. <br> El escritor, originario de Quintana del Casti

Ruralismo y Romanticismo en la literatura cepedana.

Un ruralismo idílico, la memoria y el romanticismo son elementos que explican la fecunda actividad intelectual y literaria que se está viviendo el La Cepeda, según el novelista Juan José Domínguez.

El escritor, originario de Quintana del Castillo y residente en Navarra, nos facilita un resumen de su conferencia pronunciada en el ciclo cultural veraniego de la Asociación Rey Ordoño I.

NOVELA, PAISAJE Y CEPEDA

El título de este encuentro es “Novela, paisaje y Cepeda”, pero yo no voy a hablaros de literatura, entre otras cosas porque carezco de conocimientos para ello. De crítica literaria que diserten los críticos y los filólogos. Yo, en la medida de lo posible, os contaré cómo ha influido La Cepeda en mi estilo narrativo y en mi carácter como escritor. Por eso, en primer lugar, quiero destacar lo que denomino la triada cepedana, cuyos elementos básicos son el ruralismo idílico, la memoria y el romanticismo cepedano, y que, a mi juicio, explican la excelsa creación artística en nuestra comarca.

De León han salido estupendos escritores, y ello, en verdad, se debe al carácter particular de los leoneses. Somos libertarios, imaginarios, creativos y dados a contar historias. En puridad, el paisaje, el clima y nuestra forma de ser tienen mucho que ver con el modo de pensar y de escribir.

Ocurre que, aunque más o menos todos los leoneses nos parecemos y la orografía de nuestras comarcas se asemeja bastante, en La Cepeda se manifiestan ciertos rasgos culturales y sociológicos con mayor intensidad, que, como expondré más adelante, dan lugar a una identidad creativa propia, por lo menos en lo literario.

Por eso, quiero deciros que en La Cepeda cuesta menos escribir una poesía o una novela que en otras comarcas de León. E incluso, me atrevo a decirlo, aquí resulta más estimulante contar cuentos o vivencias que en otras localidades de España. La razón, de entrada, me parece sencilla: desde Astorga hasta Pandorado se dan unas condiciones peculiares que, aunque comunes en el resto de la provincia, aquí se intensifican, o, si se prefiere, se viven con una pasión especial.

En ciertos aspectos, por la forma de mostrar nuestros sentimientos locales, se da un “nacionalismo interior de pan y tomillo” que, muy inofensivo, no va mas allá de exaltaciones orales y muestras de amor a la sierra de Pozofierro o a la Ribanca de Villagatón. No más. Así, desde una visión colectiva y emocional, la comarca se convierte en nuestro símbolo de identidad creativa, que, en el caso que aquí nos trae, favorece el estímulo y la profusión de publicaciones.

Eugenio de Nora, Rogelio Blanco, Antonio Natal, Ricardo Magaz, Santiago Somoza o Tomás Álvarez son la prueba literaria que demuestra lo que digo. Y ello sin contar los que no he nombrado y todos los escritores anónimos de la Cepeda. Pues no me cabe duda de que los hay y, además, excelentes.

Digamos, pues, que el embrión y el motor de la creación artística de nuestra comarca, en mi opinión, radica en la coincidencia y combinación de los tres elementos antropológicos de la triada cepedana.

Ruralismo idílico

Con el primero de ellos, al que yo llamo ruralismo idílico, me refiero a esas imágenes perfectas en estado puro, en las que el tiempo se quedó parado hace un siglo. Es decir, algo así como la parte sensible o platónica de La Cepeda. La misma que, por otra parte, sirve ahora de estímulo intelectual para ambientar nuestros libros, al margen del género que cultivemos.

Por ejemplo, pienso en imágenes en las que aparecen robles y urces coloreando el monte con ese gris azulado tan distinto a otros lugares; y también pueblos, con sus casas de piedra y con hatos de vacas pastando por los prados o cruzando el pueblo en vecera. Y pienso en el luminoso cielo azul de julio y el viento templado de media tarde, en las nubes blancas y algodonosas de Agosto, en el croar de las ranas al oscurecer, en los trinos de las golondrinas y los pardales que se posan en los tejados de paja. Y, cómo no, pienso en el sabor de las castañas asadas en otoño o en el brillo de la losa negra de los tejados cuando le da el sol... y en el humo de las chimeneas que huele a Navidad, en el lobo y en las nevadas de invierno o en el verdor de abril y el ruido de los regueros que fluyen alegres entre los cañales. Pienso, en fin, en las noches cálidas y estrelladas del verano, dando un paseo...

En realidad, gozamos de un paisaje que, sin ser espectacular, es lo suficientemente bello y evocador como para considerarlo idílico. Basta con dar un paseo por las ruinas de Oliegos para cerciorarse de lo que digo. Quizá, para los de fuera, La Cepeda no significa más que un pedazo de tierra arbolada en la que sólo se ve decadencia y retraso. Pero en mi caso, y creo que al resto de colegas le ocurre lo mismo, cuando escribimos o imaginamos algo relacionado con esta tierra siempre lo asociamos a estampas bucólicas y armoniosas.

Por eso, me considero afortunado de ser de aquí, pues todos los días, cuando salgo a la puerta de casa, recién levantado, gozo con el olor a tomillo que llega de la sierra, y, sobre todas las demás cosas, gozo con el olor y el sabor del pan de Quintana, que, lo puedo demostrar, es el más rico y sabroso del mundo. En fin, en mi pueblo, por las mañanas, como en casi todos los de la comarca, huele a Cepeda.

Seguro que casi todo el mundo identifica ese olor inefable y particular en cada pueblo.

Pues bien, para mí, que baso las narraciones en el paisaje y en el entorno, mi mejor ingrediente literario son los distintos olores de La Cepeda. A mi modo de ver, no hay sentido humano que describa con mayor precisión una imagen que el sentido del olfato. Me vais a entender de inmediato: tú puedes contar con detalle cómo es un pueblo cepedano en diciembre, con sus colores, con la matanza, con el frío y la nieve, con el humo de las chimeneas, con la leña, con lo que uno desee; ahora bien, si tú escribes, por ejemplo: “llegué a Villamejil y olía a Navidad” te sobran las demás descripciones, pues ese olor tan característico significa todo lo anterior. Creo que estaréis de acuerdo conmigo.

La memoria

Ahora pasaré al segundo elemento de la triada cepedana, “la memoria”, y que, en relación con el ruralismo idílico, aumenta el potencial creativo y literario. Pues curiosamente, casi todo lo que recordamos o añoramos de La Cepeda tiene que ver con ese estado ideal, sensible y perfecto, en el que se mezclan la nostalgia y el deseo por recuperar, digámoslo de este modo, el tiempo perdido.

Desde hace un siglo, la gente de aquí ha tenido que emigrar a otras provincias o países. Así, el hecho de abandonar la comarca por razones de estudio o trabajo ha dado lugar, en efecto, a que exista una necesidad vital de retorno al pueblo, de vuelta al estado ideal y platónico; sin embargo, como no siempre es posible, nos conformamos resucitando remembranzas con el fin de llenar el vacío. Es lo mismo que ocurre cuando necesitamos ver fotos de hace años.

Pues bien, qué mejor oportunidad de volver al “estado idílico” que inventándote un relato o narrando una anécdota o historia real a propósito de la memoria. Pues en ese momento mágico, en el que el autor plasma sobre un papel lo que le viene en gana, se convierte en el dueño del paisaje y de la voluntad de los actores que intervienen en la narración, que, de ordinario, tratamos de que se parezcan y se comporten como los de nuestro estado ideal de La Cepeda. Ahí uno tiene la ocasión de jugar con los tiempos, con los personajes, de sentir como si lo que escribes sucediera y fuera real, y, en definitiva, de revivir secuencias en ese espacio apócrifo del ruralismo idílico.

Se entiende, pues, porque el pasado juega un papel tan notable a la hora de proporcionarnos estímulos literarios.

Romanticismo cepedano

Casi seguro, el rasgo que mejor representa al cepedano en su actitud ante la vida es el romanticismo. Y por supuesto, ante la literatura. Somos individualistas, creativos, imaginarios y fantasiosos. Somos, por encima de todo, libertarios. Como no tenemos un rey en La Cepeda que nos reine, cada uno de nosotros se convierte en príncipe de su propio territorio, de su espacio, de su parcela, o sea de su pequeño reino.

Quién de nosotros no guarda en la memoria su pequeño reino infantil, en el que, a lo mejor, subido en un árbol o en una pared de piedra, se creía el ser más feliz del mundo. O quién, según en qué rincones del pueblo y por la razón que sea, no siente una emoción especial cuando camina o simplemente mira a ese lugar.

Alguien de otra comarca o provincia podría pensar: “Pero si eso mismo me pasa a mí también”. Por supuesto. Sin embargo, lo que diferencia al cepedano del resto de los leoneses y españoles estriba en que nosotros nos recreamos con paroxismo en nuestro pequeño reino de urces y tomillo. Quedamos ensimismados. Y a partir de ahí, nace la necesidad de expresar por medio de una poesía o un relato las sensaciones que nos trasmite el paisaje.

Y como somos románticos, las expresiones y narraciones afloran de la imaginación, el sentimiento y la emoción. Escribimos con el alma.

Ya hemos visto, pues, como el ruralismo idílico, con el paisaje campesino, la memoria y, por último, el romanticismo cepedano, influyen a la hora de fantasear y crear un mundo mágico.

En mi opinión, los elementos de la triada cepedana son la clave de lo que escribimos en esta comarca de León.

JUAN JOSÉ DOMÍNGUEZ

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