De niño, recuerdo que uno de los momentos mágicos del verano llegaba con el sonido mágico y musical de las orquestas que tocaban en las fiestas de los pueblos. A mí me emocionaba de una forma especial escuchar a los músicos debajo del templete, pues ahí abajo uno vigilaba a las parejas y además podía prender petardos que, como fueran potentes, le hacían dar un respingo al de la trompeta.
De todos modos, lo que más me apasionaba de las verbenas era perseguir a las rapazas, que a mí siempre me han gustado mucho, aunque ahora más.
En los años setenta la mejor fiesta se celebraba el día del patrón de Santiago. Menuda verbena. Con bofetadas y todo, como en las películas. Se merendaba en el prado, con los familiares o los amigos: pan, chorizo, tortilla y jamón; de bebida, vino y gaseosa para los mayores y butano para los chavales (los más finos tomaban mirinda). Luego, cuando oscurecía, sonaban las canciones de moda y las típicas de siempre, como “Qué hiciste abusadora” o “Se va el caimán se va el caimán”. Y para quitar la sed, los de Los Barrios y los modernos que venían de Madrid, Oviedo y Bilbao tomaban cubalibres, se enchispaban un poco, y hala, unas cuantas hostias y todos calientes para casa. Superior.
La fiesta de Los Barrios también era curiosa. Allí empezaban antes con la diversión. A media tarde, a eso de las seis, los mineros, la mayoría con doce o trece chismes con coñac, hacían carreras de motos y exibiciones acrobáticas, y luego, un poco más tarde, “tiro al pollo”: enterraban un pollo, le dejaban fuera la cabeza y la gente, previo pago de un duro, le tiraba piedras a 15 metros de distancia. El que mataba al pollo se lo llevaba. La verdad, los de por allí siempre hemos sido un poco salvajes. El festín terminaba con unas buenas túrdigas y con los músicos tocando “Caballo prieto azabache, me diste la vida…” La decadencia de las minas acabó con la fiesta.
Unos años más tarde, con la llegada de Felipe González llegó el alcantarillado y los wáteres a los pueblos de La Cepeda, pero también llegó el sintetizador, que revolucionó las orquestas. Todo por el cambio. O sea, dejamos de cagar en la cuadra con los animales, como cuando Franco y Suárez, y al mismo tiempo vimos como el sonido ye yé del órgano y la guitarra eléctrica daba paso al sonido de chapa metálica de las orquestas. Los rapaces medramos y ya no nos conformábamos con mirar a las zagalas; qué va, lo que queríamos era arrimarnos a ellas, lo que pasa que no nos hacían caso.
En los noventa el rey de la fiesta en agosto era Castrillos, con la sardinada, con las estupendas orquestas y con los “bollos preñaos” a las cinco de la mañana. ¡Vaya fiestas! Las mejores. No hay duda. Por suerte, ahora ya se nos arrimaban las rapazas.
Y así hemos llegado al siglo XXI, con las mismas ganas de fiesta que hace 30 años. A mí, la verdad, las verbenas, las orquestas y las rapazas, por supuesto, me siguen pareciendo el momento mágico del verano. Así, el pasado 25 de julio, en la fiesta de La Cepeda, un año más, y van casi veinte, cerramos la fiesta a las seis de la mañana los mismos de siempre: allí estaban Jose, el médico (pletórico), Santiago Somoza, el poeta, Luis (el de la cena de Villagatón) y yo. O sea.
JUAN JOSÉ DOMÍNGUEZ