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Begoña Sicre y el mar

BEGOÑA SICRE Y EL MAR

“Imágenes sosegadas; colores prestados por el cielo...” La escritora Marifé Santiago Bolaños, presenta la exposición de pinturas de Begoña Sicre Romero, en la casa de Galicia de Madrid.

La bella muestra pictórica ha sido organizada en el mes de mayo de 2004, con motivo del centenario de Adepesca, Asociación de Empresarios Detallistas de Pescados. pescado. Begoña Sicre Romero, aunque nacida en Cádiz en 1966, se siente gallega. Empezó como discípula de un pintor ferrolano, desarrollaldo obra poscubista, y ha proseguido una activa labor en el ámbito del arte, siempre muy ligada al mar.

Marifé Santiago la presenta asÍ:

“Porque el infinito es aquello fuera de lo cual hay siempre algo, como en el mar, el perímetro del mundo lo define la mirada del hombre, que va dándole forma a los espacios, haciendo cósmico lo ilimitado; como si acantilados y costas, horizonte y mareas, dependieran de ese mirar más grande que la propia infinitud desde la que emergen. Y es que sólo un Poeta sabe que fuera hay siempre algo cuando sus ojos guardan los latidos del alma.

Escribe María Zambrano que:
“No hay limitación para el alma que viaja hacia fuera, en el espacio de los astros, en busca de sus semejantes, ni hacia adentro, en el infierno del tiempo y de la muerte, en busca de sí misma.”

Así, Begoña Sicre Romero integra, en su biografía creadora, ese acuoso latir que los antepasados griegos identificaron con el primer principio de la Naturaleza. Lo hace conservando huellas de la Cádiz del mítico Tartessos de su nacimiento, aunadas a esa Galicia que, en palabras de Rafael Dieste, es buena para “nacer del todo”. Itinerario, plano de su andadura por el mundo, que esos mismos griegos de los orígenes y el pensar realizaron antes, quién sabe si para que ella, Begoña Sicre, recogiera tales testimonios en instantes de silencio reflexivo que aparecen sobre la superficie de sus obras como pequeños secretos en el amanecer marino del occidente de la historia.

Alguna vez, cuando el Tiempo todavía no se llamaba así, la vida fue mar. De la memoria de esas aguas resta en el ser humano el útero del que brota el Arte, esa intuición que la razón prosaica no concibe pues teme que la libertad donada por la inspiración rompa un orden que pretende predecir simulando dominio y, por tanto, suficiencia. Cuando el artista deja que la Musa hable por su boca –en la palabra, en el gesto, en el sonido, en el color-, como en la pintura de Begoña Sicre, los objetos se hacen símbolos, hablan “el lenguaje de los misterios”, y a través de ellos se expresa la memoria originaria que individualizaba la vida y la llevaba a la dimensión de las manos del hombre.

Por eso, ser guiados por la obra de Begoña Sicre, por sus guijarros-señal, por los cuerpos de los habitantes del mar que repiten su música, es entrar en el plano de la materia que no se corresponde con los límites, donde cada elemento no tiene su sitio ni cada objeto su uso. Lo que el estilo de Begoña Sicre propone es atravesar la esfera del discurso habitual y “suspendernos” en esa ingrávida esencia de los modelos, de los arquetipos, donde si existe una piedra, una red, un barco o una ola, es porque la forma soñada se presiente y anuncia cada día en todo, desvelando lo que de permanente posee aquello que, por definición, es perecedero: la existencia.

¿Qué entrega, pues, la obra de nuestra pintora? Entrega sutiles cofres transparentes donde reposan, palpitando, los deseos, las voluntades personales que nos acechan para que no temamos acariciar la vida. Por eso, decimos, dejarse guiar por ese mapa cuyos fragmentos ofrece, es aceptar la mitología de aquel reino de Argantonio donde Ulises narró sus aventuras antes de regresar a Ítaca; el reino al que acaso llegó el héroe marinero tras “peregrinar” a la Costa del Fin de la Tierra. Dejarse guiar, como niños asombrados o como amantes, y establecer una suerte de cómplice estrategia entre el espacio y el tiempo para hallar, bajo las apariencias, un cauce vacío y atemporal sumergido en las aguas del océano.

Imágenes sosegadas; colores prestados por el cielo, por los fondos abismáticos de la luz y aún más allá de tales simas. Detalles minúsculos que se aposentan sobre barcas dormidas, sobre ventanas entornadas, como si Begoña Sicre tuviera el poder de limpiarle el vaho a los cristales que custodian la intimidad sin dañarla, y regalar, después, esa discreta experiencia al mar o a los artefactos de él y para él nacidos, como quien deja de ofrenda el vuelo de una gaviota que transportase palabras capaces de impregnar los sueños.

Sólo la precipitación hablaría de paisajes cotidianos. Begoña Sicre deja que sea la luz la que conduzca sus dedos, de modo que, en puridad, estamos ante “paisajes de la luz”. Quien, con ella, entra “más adentro” se entregará a la evocación de lo que ya es recuerdo pero nos sostiene en el presente, pues memoria es lo que fuimos, lo que proyectamos, la diaria aventura de vivir, el acto inaugural de un nombre que, alguna vez, rozamos.

La delicada figuración, entonces, emerge como un logro de la luminosidad emanada de la sombra de un tiempo, el de los seres humanos concretos, que por obra de la pintura se hace ejemplar, es decir, mítico. Así, Begoña Sicre cumple la indispensable “tarea del Arte” que, dice María Zambrano, es el respeto: deshumillar todas las cosas. Pues en cada humilde intención de la Belleza está escrita la Eternidad, está fundándose la Vida, ese infinito fuera de lo cual hay siempre algo… Como en el mar…”

Imagen marinera en la obra de Begoña Sicre

Imagen marinera en la obra de Begoña Sicre

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