Corren los años de la crisis. Acaba de sonar como “la bicha” la temida reforma del sistema de pensiones. Se ha dicho, nada menos, que hay que sustituir la “pensión vitalicia de viudedad” por una “compensación económica” en aquellos casos en que no habiendo hijos del matrimonio, la convivencia matrimonial haya sido por muy escaso tiempo. Hasta a los pueblos de la Cepeda ha llegado la polémica.
Eustaquio es un nonagenario retirado de la mina. Tenía una leve silicosis que, aparte de haber propiciado su jubilación apenas llegado a los cuarenta años, ha dado lugar a una suculenta pensión. Actualmente la enfermedad de Parkinson lo tiene muy mermado en sus facultades físicas, aunque conserva la lucidez mental.
De su primera mujer, Laura, tuvo tres hijos que le han dado seis hermosos nietos.
Recién jubilado, como no era amigo de los bares, dedicaba su tiempo libre, que era todo el año, a cuidar dos plantaciones de chopos que había heredado de sus padres y a trabajar con esmero un pequeño huerto de donde obtenía las mejores verduras y hortalizas del pueblo.
Cuando las inclemencias del duro invierno le impedían la vida en el campo, se encerraba en un pequeño taller montado en su vivienda y en él elaboraba toda clase de pequeños utensilios de madera: bastones, cucharas, morteros, tenedores, etc.
Veinte largos años vivió así, feliz, con su esposa.
Pero un día murió Laura y Eustaquio comenzó a sufrir la soledad.
Animado por sus hijos, que habían emigrado a Madrid y Barcelona y no querían verle solo, se casó de nuevo, con Nila, una mujer de poco más de treinta años que había tenido un hijo, Dado, –no se sabía bien de quién- y lo estaba criando con bastante dificultad económica, trabajando como limpiadora en una y otra casa y que también, habiendo cuidado a Laura durante su enfermedad, era quien limpiaba su casa de viudo. Los hijos le argumentaron que era casi una obra de caridad ya que, de morirse viudo, se perdería su jubilación, en tanto que, casado con Nila, ella cobraría una buena pensión de viudedad si él fallecía.
Una vez casado, no está claro si por prudencia de los hijos que no querían interferir en el nuevo matrimonio o por otras causas, se produjo un creciente distanciamiento de Eustaquio con hijos y nietos, hasta el punto de que sólo en muy contadas ocasiones establecían contacto con él.
Poco después le fue diagnosticada a Eustaquio la enfermedad de Parkinson que, poco a poco, fue minando su capacidad de ser autosuficiente. Tan pronto estaba rígido sin capacidad de moverse, como temblaba ostentosamente.
Nila no era mala mujer. Cuidó de su marido lo mejor que pudo durante quince años. Con ambos vivía Dado, que no lograba encontrar trabajo. También, en los últimos tiempos, vivía allí la novia de éste, Deme, a la que el chico se había traído a la casa.
No le resultaba al viejo agradable la situación de tener en el domicilio familiar a su hijastro amancebado con la novia, pero, como le decía su esposa, tal situación se había tornado normal en los tiempos que corren y no tuvo más remedio que aceptarla.
Pero un cáncer de hígado acabó en muy pocos meses con la vida de Nila y Eustaquio, que ya tenía bastantes dificultades para asearse y vestirse quedó a cargo de la pareja, a la que sostenía económicamente.
Tampoco es que los jóvenes maltratasen al pobre viejo. Lo cuidaban razonablemente bien. Lo llevaban a la consulta médica cuando le correspondía, le daban la pastilla de Sinemet, los calmantes, el protector gástrico, etc. a su debido tiempo, lo aseaban, lo alimentaban adecuadamente y lo sacaban de paseo en su silla de ruedas. Llegó a tomar verdadero cariño a los dos muchachos.
Pero un día Dado planteó el problema del futuro: ¿de qué iba a vivir la pareja el día en que Eustaquio falleciera?
Llegaron a la conclusión de que ¡era preciso que el viejo se casara con Deme para que esta heredara la pensión de viudedad!
A Eustaquio se le vino el mundo encima. ¿Qué hacer?
Germán Suárez Blanco