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FUEGO, FOGUERAS y QUEMADAS

“En la lucha contra el fuego y sus consecuencias es donde he visto la mayor solidaridad entre los cepedanos”, dice Germán Suárez Blanco, en un bello artículo sobre el fuego, escrito para la revista de internet de La Cepeda.

Por Germán Suárez Blanco.

Dice la mitología griega que fue Prometeo quien robó el fuego a los dioses para regalarlo a los hombres. Pero el regalo llevaba implícito también un castigo.

Quizá el hombre cobró conciencia de su superioridad cuando dominó el fuego, al que los demás animales temían. Sus primeros usos fueron el calor y la defensa ante las fieras, pero enseguida fue generador de la inmensa mayoría de las técnicas desarrolladas por el ser humano.

El fuego es amado y temido por todas las civilizaciones. Cuidadosamente conducido hace la vida mucho más llevadera pero, cuando un descuido o su utilización como arma de guerra le permite invadir bosques, cultivos o poblados, constituye una de las mayores catástrofes. El desgarrado grito de “¡FUEGO, FUEGO!” inunda de pánico los corazones más aguerridos.

Nuestros pueblos de la Cepeda Alta no son una excepción, pero su comportamiento en relación con el fuego tiene ciertas peculiaridades.

Aparte del fuego doméstico para cocinar, calentarse y “curar la matanza”, también fue por muchos siglos utilizado como agente eliminador de la maleza que crecía en prados y tierras de cultivo, una vez que, al comienzo del invierno, habían quedado vacías de los vegetales aprovechables.

A lo largo de noviembre y diciembre, cuando la nieve o lluvia no lo impedía, el campesino limpiaba de zarzas, helechos, ortigas, etc..., sus prados y fincas y una foguera se encargaba de eliminar toda esta maleza. Muchas veces, sin necesidad de cortar o cavar, simplemente se incendiaba el zarzal que crecía en las orillas de fincas y prados y el fuego se encargaba de dejar limpia la pared o talud en que crecían.

Cuando nacía algún árbol de esa pared o ribanco, se tenía cuidado de limpiar un poco sus alrededores para evitar que el fuego los dañase, cosa que no siempre se conseguía.

Con relativa frecuencia este fuego se extendía más allá de lo que intencionadamente el labriego quería quemar y ya teníamos el fuego como problema.

También se solía utilizar el fuego para combatir hormigueros o avisperos que molestasen especialmente en un prado o huerta y no era infrecuente que este fuego se extendiese más allá de las previsiones iniciales.

Incluso he visto que, para evitarse el enojoso trabajo de “rallar la era con gadañu” antes de acarrear para ella las mieses, alguno utilizaba el fuego para dejar limpio el lugar de la trilla. También de ahí se originaron múltiples incendios.

Asimismo en el monte –con escasa prudencia- se utilizaba el fuego en tareas de limpieza. Lo hacían los pastores para dejar libre de urces una determinada superficie con el fin de que creciera buen pasto o retoños para los ganados. Lo hacían quienes querían arrancar los tuérganos o cepos, sin molestarse en cortar previamente las urces que de ellos salían. A estos incendios de proporciones limitadas se les llamaba “echar un raposo”.

Pero era muy frecuente que quienes habían echado el raposo no pudieran dominar el fuego en la superficie prevista y que el incendio cobrara proporciones mayores. En esos casos, los causantes del fuego desaparecían del lugar procurando que nadie pudiera identificarlos y las campanas del pueblo empezaban a “tocar a fuego”, con lo que se movilizaba toda la gente disponible para evitar que la quemada causara verdaderos estragos en bosques o cultivos. Casi cada año, a pesar del empeño puesto en evitarlo, resultaba quemada alguna mata de hermosos robles en el monte.

También el pequeño fuego que hacían los pastores en invierno para calentarse daba origen a veces a importantes quemadas.

Era tradicional el reparto de la madera quemada, entre los vecinos, como leña, hasta que las disposiciones gubernamentales lo prohibieron.

De quemadas en fincas particulares recuerdo una de los años ochenta en que, en agosto, el fuego abrasó toda una hoja de rastrojos, incluyendo las matas existentes entre ellos, e invadió los pastizales de primavera –resecos en esos momentos- ardiendo las raíces de la hierba sin que se viera fuego en la superficie del prado, sino solo ciertas chimeneas por las que salía de vez en cuando el humo. Llegó a resultar penoso incluso el respirar en algunos kilómetros a la redonda. Menos mal que, pasados unos cuantos días, una tormenta de verano vino a solucionar el problema.

Pero mis recuerdos se asocian al pánico causado por el fuego cuando el incendio afectaba a las casas. Recuerdo haber participado solamente, a comienzos de los años sesenta en la extinción de dos incendios que se produjeron en Quintana.

En esos casos las campanas empezaban a tocar a rebato y no paraban de hacerlo hasta que de todos los pueblos próximos habían acudido las personas útiles para ello, con el fin de ayudar a la extinción del incendio.

Como no se contaba con bomberos ni medios mecánicos, todo el mundo acudía con un caldero en que transportar el agua desde el río o laguna más próximo hasta vaciarla en otros calderos viejos que, mediante una cadena humana, se iban izando de mano en mano para que el agua fuese lanzada desde lo alto de una pared o techo contra las llamas. Era una actividad no exenta de peligro, a la que todos se prestaban.

Cada pueblo procuraba tener una o varias lagunas o balsas, naturales o artificiales, llenas de agua, cerca de cada barrio de casas, en previsión de los incendios.

Entre los incendios más importantes de que se tiene memoria está el que quemó casi todo el pueblo de Sanfeliz en agosto del año 1922.

Desde los años setenta del pasado siglo, la proliferación de teléfonos ha permitido dar aviso a los bomberos, que acuden con cierta rapidez a la extinción de incendios.

Cuando la quemada afectaba sólo a algunas casas, todo el pueblo e incluso los pueblos próximos solían emplearse a fondo en la rápida reconstrucción de las mismas, lo que disminuía la desgracia para los perjudicados. También aportaba cada familia un poco de sus provisiones para que se pudieran reponer los víveres, enseres o herramientas quemados. Las donaciones en dinero no se generalizaron hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XX.

En la lucha contra el fuego y sus consecuencias es donde he visto la mayor solidaridad entre los cepedanos.

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