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Un día lejano de invierno

Aureliano Arienza nos lleva con sus recuerdos a los días invernales de nuestra tierra.

Comenzamos el mes de Diciembre, y entramos de lleno en el invierno meteorológico, aunque el astronómico aún tarda unos días en llegar. Un buen momento para el recuerdo.

El invierno siempre tuvo algo de mágico en la vida de los pueblos. Durante el resto del año, siempre se pensaba en los duros días invernales: “Esto para cuando llegue el invierno”... Siempre recogiendo para cuando llegase el invierno. Y así… hasta que llegaba.

Era la época más fría del año, en la que se suponía que la gente de nuestros pueblos descansaba de sus labores en el campo. Aunque en parte fuera cierto, en estos días siempre había muchas faenas que hacer. Era la época de las jornadas más cortas; de las lluvias y grandes nevadas; de las noches largas y frías, de las gripes y de los catarros.

En realidad, la temporada invernal ya comenzaba con el mes de noviembre. Había un refrán que decía: “El día de Todos los Santos, la nieve por los altos”. Y se agregaba “Y el día de San Andrés, a tu puerta la ves”. El refrán era bastante cierto, ya que en el mes de noviembre la nieve cubría con mucha frecuencia las montañas de nuestra comarca Cepedana.

El temporal, siempre daba una tregua para el “veranillo de San Martín”. En Invierno, también llegaba la Navidad; las fiestas más entrañables y familiares, para las que estábamos haciendo planes desde mucho tiempo antes de que llegaran.

Antes de comenzar el Invierno, todo el mundo hacía acopio de lo necesario, tanto para las personas como para los animales, tan necesarios estos para la supervivencia de los pueblos. En nuestra comarca, los inviernos eran intensos y duraderos, lo mismo que en las comarcas de nuestro entorno. Antes del invierno, también se hacía acopio de leña, que era un artículo de primera necesidad, imprescindible en todos los hogares.

Quiero narrar en este relato el transcurrir de un día cualquiera en la vida invernal de la gente que nos precedió; y por un momento nos trasladaremos a aquella época para vivir y disfrutar como ellos lo hicieron, en un día de noviembre, diciembre o de cualquiera otro mes invernal.

El día a día de la vida en aquella época, se hacía algo más fácil por la gran colaboración y unión de todos y cada uno de los miembros de las familias; lo mismo que de sus amigos y vecinos; quienes también aportaban su mejor voluntad y esfuerzo para hacer más feliz la convivencia entre todos.

No es que yo sienta nostalgia por aquella época; lo que pretendo, es que quede en la memoria de las generaciones actuales y venideras, que antes que nosotros hubo otra forma de vida en el día a día de nuestros pueblos; que las gentes de la época, disfrutaban a su manera intensamente, porque era su vida, y en su pensamiento estaba siempre la idea de mejorarla para sus sucesores.

Quiero situar el relato, en una familia de mi pueblo, que puede ser la mía o la de otro vecino cualquiera de San Martín de la Falamosa, pueblo situado a orillas del río Omaña, donde habitaban; los abuelos, los hijos y los nietos; donde cada uno cumplía con sus obligaciones cotidianas diarias. Y voy a emplear palabras y nombres del lenguaje de aquella época, expresiones que hoy pueden parecer raras, pero que eran normales antaño entre las gentes de nuestros pueblos.

Antes de seguir adelante quiero manifestar, que mi corazón está partido entre la comarca de Omaña donde yo nací, y la comarca Cepedana donde llevo integrado totalmente desde hace muchos años, por lo que me siento un cepedano más.

El más madrugador

Un día cualquiera en nuestra casa, el que más madrugaba siempre era el gallo; que en muchas ocasiones era el despertador de referencia, y no solo para nuestra casa, porque al mismo tiempo también se oía en el vecindario, a la vez que se escuchaban los gallos vecinos.

A veces, cuando cantaba el gallo, también se empezaba a sentir el mugido de una vaca o el ladrido de los perros, si es que estos habían estado tranquilos durante la noche. Los perros de los pueblos tenían permiso para entrar y salir de casa durante la noche. En San Martín de la Falamosa se decía que a muchos perros en sus casas “sólo se les aportaba la ropa y el calzado; el resto se lo tenían que buscar ellos”.

La Bilbaína

Un poco más tarde, ya era el abuelo el que se tiraba de la cama. Lo primero que hacía era prender el fuego de la cocina “Bilbaína” para que cuando saliera el resto de la familia ésta ya estuviera caliente y no sintieran tanto el frío de la mañana. La cocina “Bilbaína” era la que también se conocía por “cocina económica”, una cocina de hierro fabricada en Bilbao: aún hoy las hay en muchas de nuestras casas.

Los siguientes en salir, eran los de la siguiente generación. Al llegar a la cocina, el marido y el abuelo lo primero que hacían era tomar la botella del orujo, y echarse una copita, o dos. Era una costumbre muy arraigada entre los hombres de nuestros pueblos. Por supuesto, también era costumbre de algunas mujeres que comenzaban el día tomando la parva de aguardiente (orujo).

Acto seguido, el padre de familia entraba en la cuadra para dar los buenos días a sus animales -vacas, ovejas, cabras y caballerías- aunque antes de comenzar la faena de alimentar a los animales, ya había echado un vistazo a la calle, comprobando que durante la noche había caído una gran nevada; lo que le impediría sacar a los animales al campo. Alimentaba y aseaba a sus bichos, a la vez que se ocupaba de poner a mamar a los terneros que tenía, y así mismo de alimentar a algún cordero o cabrito que no lo hicieran sus madres.

Después de esto, también procedía a ordeñar a las vacas o cabras paridas, si es que sus crías no hubieran acabado la leche. Esta leche era para el consumo de la casa, para aprovechar la nata y hacer algo de queso y mantequilla. Y así, con estas faenas, pasaba gran parte de la mañana. Había tiempos en los que este hombre casi o nada había estado en la cama, ya que podía haber tenido que atender alguna vaca que hubiera estado de parto.

Durante todo este tiempo, ya el resto de la familia se había levantado, y cada uno se había preparado para comenzar sus quehaceres normales. La madre había echado de comer a sus gallinas y – por supuesto- al gallo; había preparado el desayuno para todos, y lo mismo había puesto los niños a punto para ir a la escuela.

El desayuno en muchos casos, eran sopas de leche o de ajo; o bien patatas solas, o a las que se les había añadido leche de las vacas o de las cabras. Durante el desayuno ya se hablaba de la gran nevada caída, y los niños se ponían contentos por poder disfrutar de la misma. Antes de partir estos a la escuela, ya los padres habían abierto sendas con sus palas por las distintas calles del pueblo para poder circular por entre la nieve.

En aquella época no existían máquinas para quitar la nieve; solo se veían en las principales carreteras nacionales.Se podía estar varios días, incomunicados entre los pueblos vecinos; pero esto se veía como una cosa normal del invierno.

Los niños, camino de la escuela, iban haciendo monigotes y tirándose a la larga entre la nieve; o lanzándose pelotazos unos a otros; de modo que cuando llegaban a clase ya iban todos mojados. Y así tiraban la mañana. Para ellos no había frio.

A medio día, cuando llegaban a casa, después de la regañina de la madre ya se cambiaban y secaban, para volver por la tardea la escuela y hacer la misma faena.

La tertulia de la fragua

El padre una vez acabadas sus atenciones a los animales, salía a la calle a charlar y cambiar impresiones con sus vecinos ; pues estos ya tenían sitios donde juntarse, para echar un cigarro y hablar de las cosas cotidianas ; o de alguna noticia que hubiera llegado al pueblo.

Si el día estaba malo, el sitio de reunión era la fragua (Había un refrán que decía; “en días de agua, taberna y fragua”) donde formaban unas grandes tertulias, a la vez que hacían compañía al “Ferrero” (herrero); pues allí estaban a cubierto y un poco más calientes. La madre una vez que los chicos se habían marchado, aprovechaba la mañana para hacer las faenas propias de la casa. Si sobraba tiempo, lo empleaba tejer medias, calcetines u otra de las prendas de abrigo que se hacían con lana; lana que había filado (hilado) la abuela, con su rueca y su fuso (huso). A buena hora preparaba la comida para toda la familia.

Cocinas y yantares

Los abuelos, en un día de nevada ya casi no se acercaban a la calle, y se pasaban la mañana en la cocina al calor de la lumbre. La abuela, filando (hilando) la lana o el lino y el abuelo preparando las varas para fabricar algún cesto o talego para servicio de la casa. Otra de la labores que normalmente hacía el abuelo, era hacer “la lumbre” (el fuego) en la cocina vieja o cocina de humo, o cocina de llar, cocinona, que le llamaban algunos.

Entre otras cosas, allí preparaba la comida para los animales que comían cocido en invierno. Al igual que los “gochos “(cerdos ), también las gallinas y los perros aprovechaban parte del cocido ; en este lugar, el abuelo colgaba el caldero de la “pregancia,”o lo sentaba en las “trébedes”.

Mientras se cocía, también se aprovechaba el fuego para curar la matanza, si es que esta ya se había realizado. Era todo un espectáculo ver al abuelo en este lugar, sentado en el “meso” (banqueta de tres patas) o en el escaño al lado de la lumbre entre el humo, y rodeado de chorizos morcillas y el resto relacionado con la matanza.

En estas cocinas, también en muchas casas, era donde se hacía el amasado del pan. En ocasiones, el abuelo asaba patatas entre el fuego, y a los niños nos sabían a gloria estas patatas asadas; y hasta un choricito asado a escondidas para repartir con los nietos. ¡Qué tiempos aquellos!

Llegaba el medio día, y la familia al completo se reunía para sentarse a la mesa. A la hora de comer, el abuelo como todos los días ya se había encargado de ir al pellejo o al “cubeto“(cuba de madera) a buscar una jarra de vino para acercarla a la mesa. En la mayoría de las casas de los pueblos de la Omaña baja, se cultivaban viñas, y muchos hacían vino para casi todo el año. Cuando este se terminaba, se juntaban varios vecinos y con sus carros o caballerías acudían al Páramo a buscar más, o lo compraban al tabernero del pueblo. El vino, según ellos, les regeneraba y daba fuerzas para mejor realizar sus trabajos.

Una vez terminada la comida, cada uno volvía a sus quehaceres; los niños otra vez a la escuela, el padre a atender a los animales y echarles de comer y beber; la madre seguía con las faenas propias de la casa, que en esa época estaban asignadas a las mujeres; los abuelos a lo suyo, pero sin separarse mucho de la cocina por el frío reinante.

Así transcurría la tarde y al final toda la familia se iba reuniendo en la cocina, porque se iba acercando a la cena que había preparado la madre. El padre ya había dejado los animales en perfectas condiciones para pasar la noche. Las vacas con hierba y las ovejas y cabras con fuyacos.

¿Qué son los fuyacos? Pues son caños de árboles con hojas secas, que pueden ser de chopo, de roble o de negrillo, recogidos en el mes de septiembre, cuando la hoja de estos estaba en todo su esplendor para servir de alimento invernal para estos animales. Además, los palos mondados se aprovechan para atizar la lumbre de la cocina.

Y el filandero

La madre había comunicado al resto de la familia que había que cenar pronto, pues se había comprometido con otras vecinas para celebrar el filandero (hilandero)en su casa, y no podía fallar.

Se celebraban varios filanderos en el pueblo; pues era una costumbre muy arraigada en aquella época, lo que demostraba la gran amistad y sintonía entre la gente de los pueblos. Me contaban, que había gente de pueblos cercanos que acudía al los filanderos de mí pueblo. Y los lugareños también iban a los de los pueblos vecinos.

Después de la cena, el abuelo ordenaba rezar el rosario con resto de la familia. Era una tradición heredada de sus antepasados y no se podía perder.

A continuación, los niños se disponían a irse a dormir; pero antes, se habían calentado unos ladrillos o unas piedras para llevar algo caliente a la cama, ya que el frío era muy intenso y otro tipo de calefacción no había. La madre se encargaba de que estos rezaran las oraciones de costumbre antes de acostarse, y entre tanto, el padre se acercaba tal vez a a la taberna a echar una partidita o simplemente a charlar con los amigos y vecinos, mientras daban cuenta de algún cuartillo de vino.

El resto de la familia se preparaba para recibir a todas las vecinas que acudían al filandero. Poco a poco iban llegando estas, y algunas acompañadas de sus hijas mozas. Normalmente el filandero se hacía en las casas que tenían la cocina grande. Y la nuestra reunía esas condiciones.

La cocina se iba llenando. Muchas mujeres traían su “labor” para entretenerse durante la velada. Unas traían la “rueca y el fuso”, otras tejían medias y calcetines u otras prendas de abrigo o aprovechaban para poner remiendos a otras piezas de ropa. Las casadas hacían su grupo para la tertulia; y las solteras hacían el suyo; pero unas y otras no dejaban de conversar en toda la noche. Entre las casadas se escuchaban cosas de sus familias, noticias y rumores que circulaban por el lugar, en tanto que las solteras comentaban cosas relativas a los mozos y mozas. No siempre eran solo mujeres las que acudían a los filanderos, pues también algunos hombres acudían a los mismos, aunque con menos frecuencia que ellas; pues estos recurrían más a la taberna, sobre todo los más jóvenes.

Los hombres mayores que acudían al filandero no llevaban labor. Casi siempre terminaban echando una partida, o contando sus hazañas y peripecias de la guerra, su estancia en el Servicio Militar, y otras aventuras y experiencias habidas en el pasado. A los niños que alguna vez nos dejaban asomarnos al filandero nos entusiasmaba escuchar los relatos de los abuelos, claro, los que nos permitían oír.

Por cierto, de política “ni hablar del peluquín y boca callada”, ya que hasta las paredes podían oír. De radio nada de nada; lo tenía el Sr. Cura, que permitía a algunas mujeres ir a escuchar los grandes sermones que en aquella época se retrasmitían por la radio. También lo tenía otra familia del pueblo, y allí alguna vez se juntaban a altas horas de la noche y escondidos algunos hombres a escuchar “Radio Pirenaica y Radio París“. Corrían un grave riesgo para su integridad si se divulgaba que escuchaban estas emisoras.

Durante la velada, siempre había alguna o alguno que contaban chistes; alguna que tenía buena voz, y se arrancaba con alguna copla de las de la época. También, en ocasiones, alguien daba su concierto de pandereta. Y había otras que rezaban el rosario o el calvario si estábamos en días de Cuaresma. En otras ocasiones, alguna vecina que estaba más impuesta en la lectura, leía algunos pasajes de los libros de Historia Sagrada, que las demás escuchaban con gran atención.

El abuelo no salía de casa por la noche. Seguía arrimado a la cocina, al abrigo del calor, atizando ésta para que el fuego no decayera, y alimentando el brasero que situaba debajo de la mesa, para que emitiera calor durante toda la velada. Algunas personas mayores calentaran los pies en él; y había ocasiones en que se asaban castañas que luego se compartían con la asistencia al filandero.

Y, cuando parecía, se sacaban unas jarras de vino que calentaba en la chapa de la cocina, que se endulzaba con miel de la cosecha de casa. Era un placer ver cómo le apretaban a la jarra las mujeres y los hombres, y el efecto que hacía el vino caliente y dulce para mejorar el ambiente final de la velada. No; no se emborrachaban, pero la marcha hacia las casas respectivas era mucho más alegre y se notaban menos el frio de la noche.

Mientras esto sucedía, los perros de la casa no paraban de ladrar; y era porque algunos mozos, se acercaban intentando escuchar conversaciones de las mujeres y las mozas, por algún resquicio de la puerta o de la ventana. De los filanderos salían muchas noticias y rumores que luego circulaban por el pueblo.

Como anécdota voy a reseñar que los dos gatos que había en la casa, parecían dos estatuas de adorno; pues se pasaban sin pestañear todo el tiempo que duraba la reunión, subidos al lado de la cocina para disfrutar del calor que de ella se desprendía.

Una cosa que también quiero que sepáis, es que la luz eléctrica, se instaló en mi pueblo en la primera parte de los años cuarenta. Hasta entonces de lo único que se disponía para alumbrar, era del farol o el candil. Cuando llego la electricidad, sólo permitían una bombilla por casa. Tenía que ser muy entrañable pasar el filandero a la luz del candil.

Llegado el final de la velada; y una vez que las vecinas ya habían encendido el farol y calzado las madreñas que habían dejado en el portal, se iban camino de sus casas respectivas y la familia se disponía a irse a sus dormitorios, no sin antes preparar unas botellas de agua caliente o unos ladrillos para llevar algo de calor; pues era muy necesario dado el frío intenso que hacía al entrar en la cama.

Las habitaciones más calientes de la casa, eran las que estaban encima de donde dormían los animales vacas y ovejas; pues el calor que estos emitían aliviaba el intenso frío de la habitación. En estas, casi siempre pernoctaban las personas mayores de la familia.

El padre, como siempre, antes de ir a acostarse echaba un vistazo a la cuadra para ver si todo estaba en orden. Una vez comprobado, todos a dormir. Y así terminaba un día más del invierno en mi pueblo, que podía ser el tuyo, o el de cualquiera; pues más o menos en todos los pueblos de nuestras comarcas las vivencias eran similares.

Queridos amigos, lo único que pretendo es recordar un día cualquiera del invierno con nevada, que muchos tuvimos ocasión de presencia en nuestros lugares. Es pasado, pero siempre estará presente en nuestra memoria, un pasado que es bueno para recordar en el futuro.

Avellano en flor, bajo la nieve, en la Cepeda. Imagen de guiarte.com

Avellano en flor, bajo la nieve, en la Cepeda. Imagen de guiarte.com

Planta con frutos de madroño, en el invierno cepedano. Imagen de Guiarte.com

Planta con frutos de madroño, en el invierno cepedano. Imagen de Guiarte.com

Mujer hilando lana, en La Cepeda Alta, hacia mediados del siglo XX. Colección de Vicente González. La Cepeda en Blanco y Negro/Asoc Rey Ordoño I.

Mujer hilando lana, en La Cepeda Alta, hacia mediados del siglo XX. Colección de Vicente González. La Cepeda en Blanco y Negro/Asoc Rey Ordoño I.

Elaborando los chorizos, en un pueblo de La Cepeda Alta. Medidos del siglo XX. Colección de Vicente González/La Cepeda en Blanco y Negro/Asoc. Rey Ordoño I

Elaborando los chorizos, en un pueblo de La Cepeda Alta. Medidos del siglo XX. Colección de Vicente González/La Cepeda en Blanco y Negro/Asoc. Rey Ordoño I

Con nieve y a la escuela. Niñas de Quintana del Castillo. mediados del s. XX. Imagen recogida de una publicación de Máximo Alvarez. La Cepeda en Blanco y Negro/Asoc Rey Ordoño I.

Con nieve y a la escuela. Niñas de Quintana del Castillo. mediados del s. XX. Imagen recogida de una publicación de Máximo Alvarez. La Cepeda en Blanco y Negro/Asoc Rey Ordoño I.

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