Para los amantes del arte, la visita al Louvre es siempre gozosa. Pero hay momentos en los que el hombre sensible siente pavor allí, al ver el vacío cultural de muchos de los que pululan por las salas. Uno de esos instantes en los que se puede sentir tristeza ocurre ante la llegada de alguna de las mareas turísticas que -en teoría- entra allí a ver arte. Se puede ver a las gentes, subir en grupo por una de las escaleras interiores y pasar ante la Victoria de Samotracia para seguir a galope tendido en dirección a la sala donde está La Gioconda.
La Victoria de Samotracia es una de las más maravillosas estatuas que alberga el museo. Hecha en mármol de Paros, la diosa de la Victoria (Niké) es una bella joven alada que se ha posado en la proa de una galera, resistiendo al viento de la tempestad. La estatua, de unos 200 años antes de Cristo, es una obra maestra. Se siente el movimiento, la carne y el viento en la fría piedra... conmueve la belleza.
Pero el ignorante pasa sin ver la maravilla griega –y eso que la tiene de frente al subir las escaleras- y corre como un poseso en busca de la Gioconda, que está en la sala próxima. Luego se encuentra con una multitud que contempla –más bien venera- un cuadro que se ve mal y está metido en una vitrina... y escucha las voces de una guía que le dice algo sobre él, algo que no ve, pero que sí cree...
Es la liturgia de la cultura, de una cultura de masas, de una nueva religión en la que hay imágenes veneradas, iconos, que son algo más que elementos de arte. La obra de Leonardo es un icono, tal vez el gran icono. Es una diosa de la religión del consumo. Para una ingente masa, la Gioconda es un icono y el Louvre un parque temático.
LEONARDO DA VINCI
Nacido en Vinci, cerca de Florencia, en 1452, Leonardo era un joven amante del ejercicio, con grandes cualidades artísticas y –sobre todo- una inmensa curiosidad. Ya a los 17 años entró en el taller florentino de Andrea Verrochio, y entonces, al lado de Boticelli, aprendió pintura y se interesó por otras disciplinas: escultura, geometría, matemáticas.
Protegido por Lorenzo de Médicis y recomendado por éste para servir al duque de Sforza, en Milán, en 1482 ya se presentó ante éste como ingeniero e inventor. Luego estuvo al servicio de otras aristocracias, terminando en la corte francesa de Francisco I. Murió en Amboise en 1519.
Fue en vida más conocido como ingeniero que como pintor. Siempre sintió pasión por inventar, por hacer máquinas voladoras, bombardas fáciles de transportar, puentes de todas clases, artificios de paz y de guerra. Dejó escritos cuadernos de estudio e incuso un tratado de pintura, y aplicó innovaciones a sus actividades pictóricas que a veces merecieron el desprecio y las críticas de sus colegas.
LA GIOCONDA
No fue un pintor prolífico. Dejó poca obra, aunque excelente, como la Anunciación de la Gallería degli Ufizi, la Última Cena (Convento de Santa María de las Gracias, en Milán) o la bella Virgen de las Rocas(Louvre)... Pero sobre todo la popular Gioconda.
Para Vincent Pomarède, conservador del departamento de pintura del Museo del Louvre, La celebridad de La Gioconda se asienta en cuatro bases: la personalidad genial de su creador, la calidad pictórica, las dudas sobre la modelo que posó, y la historia del cuadro.
Hay diversas dudas sobre la posible modelo: No faltan sugerencias de que pudo ser una amante de Julián de Médicis o del propio Leonardo; pero lo más normal es creer a Vasari, quien dijo que Leonardo llevó a Francia un retrato de Monna Lisa, esposa de Francesco di Bartolomeo di Zanoli del Giocondo. Del apellido del consorte derivaría pues el nombre popular de Gioconda.
De lo que no hay duda es de la calidad técnica del cuadro. Vincent Pomarède dice de él: “es una realización ejemplar por los efectos sutiles de la luz sobre las carnaduras y el brío del paisaje que constituye el fondo del cuadro. El modelado del rostro es sorprendentemente realista. Leonardo ejecutó este cuadro con paciencia y virtuosismo: después de haber preparado su tabla de madera con varias capas de enlucido, primero dibujó su motivo directamente sobre el cuadro mismo, antes de pintar al óleo con los colores muy diluidos en aceite esencial, lo cual le permite poner innumerables capas de colores transparentes, llamadas veladura, y volver indefinidamente sobre el modelado del rostro. Estas veladuras, sabiamente trabajadas, al darle valor a los efectos de luz y de sombra sobre el rostro, constituyen lo que Leonardo mismo llama el "sfumato". Esta técnica permite una imitación perfecta de las carnaduras, gracias a un tratamiento refinado de la figura humana sumida en una penumbra, el claroscuro, lo que permite a Leonardo satisfacer sus preocupaciones de realismo”.
Pero aun más que el realismo, Leonardo captó la vida, el ánimo de la modelo. Vasari dijo de la obra que "sus ojos límpidos tienen el resplandor de la vida”.
Hace ahora 500 años la obra pudo ser iniciada, y no se terminó hasta años más tarde. Adquirido por Francisco I, el cuadro permaneció en las colecciones reales francesas para integrarse luego en el Louvre en 1793. Paso por más tarde por Versalles y las Tullerías, y tras la Restauración, ya no se movió del Louvre... Hasta que llegó la triste noticia que lo hizo famoso en el mundo entero: en 1911 el cuadro, La Gioconda, desapareció, fue robado.
Hubo todo tipo de cábalas e investigaciones –incluso se creyó que había sido destruido por alguien vinculado a las nuevas vanguardias- hasta que apareció dos años más tarde en Italia. Había sido un robo “nacionalista”. Un pintor italiano quiso devolver el retrato de La Gioconda a su país.
Todo aquel revuelo no fue sino promoción mediática, que se aireó aún más con dos salidas emblemáticas desde su retiro de París: a Estados Unidos y a Japón. Ya tenemos los ingredientes para la consagración del icono en la religión del consumo: buena obra, historia novelesca y promoción mediática.
Por Tomás Alvarez
El icono más notable del Louvre