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Los Aguzos

Un relato corto sobre las costumbres que le tocó vivir en su niñez en la Cepeda a German Suarez Blanco:

Hasta bien entrado el siglo XX –años 30 ó 40- no llegó a la Cepeda Alta la luz eléctrica. Fue primero, antes de la Guerra Civil, la central hidráulica de La Garandilla quien suministraba electricidad –sólo por las noches, porque durante el día desviaba toda la potencia hacia el molino de Castro- a Escuredo, Sanfeliz, Castro o Quintana. Era una luz amarilla y titubeante que mejoraba muchísimo a los medios de alumbrado anteriores.

A mitad de los años cuarenta llegó, desde Sueros a Villarmeriel una línea con electricidad procedente de Láncara que no se cortaba por el día y era mucho más blanca.

Con anterioridad a esto, los métodos de iluminación eran muy rudimentarios.

Para alumbrar cuadras y pajares donde el riesgo de incendio era grande se llevaban faroles de cristal y hojalata con candileja de aceite y mecha de trapo. Como el aceite era muy caro se ahorraba esta iluminación todo lo posible.

Si era preciso iluminar las calles o el campo, se hacían paízos (una especie de antorcha de paja de centeno) del grosor de un brazo y hasta metro y medio de largos que tenían la ventaja de que no los apagaba un golpe de viento ni tampoco unas gotas de lluvia o nieve. Eran peligrosos porque soltaban falispas capaces de provocar incendios.

Las velas de cera se usaban lo menos posible, dado su alto precio.

Había quienes, para dentro de la casa, disponían de candiles (de aceite, de petróleo o de carburo), pero eran los menos.

El alumbrado habitual de las cocinas donde pasaba toda la familia las largas veladas de invierno, partiendo los llambíos de cabras, ovejas y cabritines o las berzas para gochos o vacas era un aguzo clavado en un agujero de la pared.

Consistían los aguzos en ramas de urz resecas por años y años en el monte, especialmente tras un incendio, hasta quedar totalmente blancos. Se conservaban bien secos en la tenada atados en grandes feijes y, cuando dejaba de entrar la luz natural por las ventanas, se encendían uno tras otro en el fuego del llar, a medida que se iban gastando.

Dependiendo del grado de inclinación del aguzo, se consumía más lentamente y daban una luz menos brillante. Cuando se necesitaba más luz, un aguzo casi horizontal o incluso inclinado hacia el suelo daba una buena llamarada.

Naturalmente, este tipo de combustión generaba bastante cantidad de humo, con lo que los techos de las cocinas, aun en el caso de no hubiera fuego de llar, sino recogido en hornillo de hierro, solían estar muy negros.

Cuando el aguzo era demasiado gordo solía llamarse cadabón y, más que para alumbrar, se utilizaba para conseguir que el fuego se avivara rápidamente desprendiendo mucho calor.

En las alcobas de dormir no se usaban aguzos, sino velas, candiles o faroles.

A pesar de contar con la luz eléctrica, durante los años cincuenta y sesenta, era frecuente que cualquier nevada o vendabal cortase los cables eléctricos y el pueblo tuviese que aguantar sin servicio hasta una semana.

Por consiguiente todo el mundo guardaba unos cuantos aguzos –además de las velas- para una emergencia.

Germán Suárez Blanco, 11 de enero de 2008.

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