Madrid, 31 de enero
La Fundación Juan March presenta, a partir del 1 de febrero, una exposición de “pequeño formato”, en la que se presentan diez óleos nunca expuestos del pintor veneciano Giovanni Domenico Tiepolo, que se desplazó a Madrid en 1762, con el cometido de decorar varios techos del Palacio Real. Se trata de diez pinturas, concebidas con toda probabilidad –por su unidad estilística, su idéntico tamaño y la similitud de atrezzo y actitudes de sus protagonistas– como una serie. Son diez cabezas, dos de las cuales corresponden a hombres de aspecto oriental, maduros y barbados; las ocho restantes a mujeres jóvenes y hermosas. Todas pueden fecharse en torno a 1768, durante la etapa española del artista.
En sentido estricto, no pueden ser considerados como verdaderos y propios retratos. Sus personajes -engalanados con variados ornamentos y en actitudes diversas- representan no a personas concretas, sino más bien a tipos genéricos, mostrando rasgos y atributos característicos de un determinado grupo social, económico o intelectual. Así, los retratos masculinos ofrecen una visión de sus protagonistas a la manera de filósofos, de hombres sabios y honorables de una Antigíedad soñada, mientras que los de las jóvenes, de desenfadada e inocente belleza, parecen responder a un modelo ideal de belleza femenina. Ambos tipos pertenecen a un género con una fecunda y larga tradición en Venecia, un género que recrea un mundo de fantasía que hunde sus raíces en el siglo XVII y cuyo maestro por antonomasia fue Rembrandt.
EL ARTISTA
El 4 de junio de 1762, Giambattista Tiepolo (Venecia, 1696- Madrid, 1770) llegó a Madrid con el encargo de pintar al fresco la bóveda del Palacio Real. Su intención inicial era retornar a su patria al concluir esta pintura, aunque lo cierto es que encadenó encargos sucesivos hasta su muerte. En este viaje lo acompañaron sus dos hijos: Giandomenico (Venecia, 1727- 1804) y Lorenzo, quien, al igual que su padre, acabó sus días en España (Venecia, 1736- Madrid, 1776). Ambos colaboraron con Giambattista hasta su muerte, lo cual probablemente justifique que la crítica haya encontrado tantas dificultades para reconocer su talento y autonomía creativa.
Giandomenico, a quien se dedica este muestra, la logró antes, cuando, en 1941, el historiador italiano Antonio Morassi reconoció su mano en los frescos de la Villa Valmarana ai Nani, Vicenza (1757). Su definitiva rehabilitación crítica llegó en 1971, con la publicación de un autorizado catálogo escrito por Adriano Mariuz, sin duda, junto a George Knox, el máximo responsable del conocimiento y aprecio actual hacia este artista. El camino de Lorenzo ha sido más largo y difícil, quizás por su dedicación al pastel, técnica sobre la que todavía pesan injustificables prejuicios. A ello no es ajeno el hecho de que los museos poseedores de sus pasteles rara vez los exhiban, debido a su extrema fragilidad. Sólo la exposición que en 1999 le dedicó el Museo del Prado mostró efímeramente su talento y su vigorosa personalidad.
Giambattista es el pintor más reconocido de la saga, el patriarca y el responsable de una forma de pintar dotada de una poderosa personalidad colorista y decorativa, que reivindica la elegancia y monumentalidad de Veronés, de quien se reconoció heredero. Fue un pintor ambicioso en términos personales y profesionales.
En sus obras más celebradas, conjuntos murales pintados al fresco, desarrolló complejas composiciones pobladas de figuras mitológicas, históricas o alegóricas. En ellas colaboraron activamente sus dos hijos, educados conscientemente en la fiel imitación de las maneras de su padre, de modo que su aportación a las decoraciones murales se integrara sin violencia con lo realizado por él.
En realidad, esa relación artística en términos de sumisión a los modelos paternos puede probarse solo durante su época de formación a lo largo de la década de 1740, cuando Giandomenico copió dibujos de Giambattista y dibujó algunas de sus obras al óleo y al fresco. Precisamente por su carácter imitativo, la atribución de muchas de ellas está sujeta a permanente debate entre los especialistas. En 1750 la familia al completo se trasladó a Wurzburgo, aceptando la invitación del príncipe obispo Carl Phillip von Greiffenclau para decorar al fresco la sala imperial de su Residencia. Dos años después emprendió la decoración de la gran escalera, la obra maestra de la “factoría” Tiepolo, en la que Giandomenico trabajó codo con codo con su padre. Es precisamente allí donde se definen por vez primera las características propias de su pintura y donde asume responsabilidades más allá de la suplantación de la personalidad paterna, como la sobrepuerta dedicada al emperador Justiniano, que firmó con su nombre, añadiendo, orgulloso, su edad: 23 años.
La distancia que media entre la sensibilidad artística de Giambattista y Giandomenico se observa en la decoración de la Villa Valmarana. Allí, Giandomenico tuvo la fortuna de encontrar un cliente que le permitiera representar su universo pictórico, y el resultado es uno de los conjuntos murales más fascinantes de todo el siglo XVIII. En su foresteria (edificio para invitados), la fantasía y personalidad de Giandomenico alcanzan sus más sorprendentes cotas de libertad, dando vida a un mundo donde conviven decorativas chinerías con elegantes damas que pasean por los jardines, al mismo tiempo que aparecen campesinos sorprendidos en sus tareas diarias, dotados de una sorprendente realidad. A su lado, los frescos de Giambattista parecen un tanto rutinarios, con escenarios teatrales poblados de temas clásicos y escenas extraídas de Ariosto y Tasso.
Durante los ocho años de estancia en Madrid, su producción tuvo dos vertientes fundamentales. Por una parte, realizó una importante labor decorativa en el nuevo Palacio Real de Madrid, primero como ayudante de su padre en el fresco del Salón del Trono y más tarde como responsable de la decoración al fresco de siete salas, dos grandes y cinco de tamaño reducido, labor que realizó entre 1763 y 1765. Además, en su etapa española se datan algunas de sus obras al óleo más célebres, en las que se percibe un sorprendente aroma veneciano, como El Burchiello ahora en el Kunsthistorisches Museum de Viena, o La salida de la góndola, de la colección Wrightsman (Nueva York). Aquí también pintó la mayoría, si no todas, de las cabezas de filósofo y de mujeres jóvenes que justifican esta exposición.
Lamentablemente, no existe información sobre sus eventuales clientes o sobre la recepción de pinturas tan ajenas a la demanda habitual en el mercado madrileño. Podemos considerar entre los eventuales compradores de sus pinturas a los integrantes de la colonia italiana, compuesta por el propio embajador de la República veneciana, Sebastiano Foscarini Alvise, en cuya casa se alojaron los Tiepolo a su llegada a Madrid, y personalidades como el pudiente librero genovés Angelo Corradi, cuya hija casó con Lorenzo Tiepolo, o el comerciante de espejos y noble paduano conocido en España como Joseph Casina, que acompañó a los Tiepolo en su viaje a Madrid. Existen motivos para pensar que el universo creado por esta familia tuvo también una acogida positiva por parte de ciertos coleccionistas españoles cuyo nombre ignoramos
A la muerte de su padre en 1770, y a diferencia de su hermano Lorenzo, que decidió permanecer en España, Giandomenico abandonó la corte para volver a Venecia, donde ya se encontraba el 12 de noviembre de ese año. Allí continuó trabajando para clientes españoles, concretamente para la iglesia de los clérigos regulares de san Felipe Neri de Madrid, para la que entre 1771 y 1772 realizó una serie de ocho pinturas de la Pasión de Cristo, que actualmente se conserva en el Museo del Prado. La crítica no ha sido especialmente benévola con esta serie, ni, en términos generales, con la pintura realizada a su vuelta a Italia, donde Domenico se enfrentó con un panorama que presagiaba el final del exuberante mundo de los Tiepolo, sustituido por los partidarios del retorno a un ideal de belleza grecolatino.
Retrato de mujer de perfil. Supuesto retrato de Anna María Tiepolo. 1768. Giandomenico Tiepolo