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Oliegos: drama y poesía

TOMÁS ÁLVAREZ
Ausente del país en la jornada dedicada a la magia del recuerdo, llega a mis manos el libro editado con motivo del evento, un libro que sabe intensamente a drama y poesía.

Sabe intensamente a drama por varios motivos. El primero porque los realizadores del encuentro han hecho acopio de una excelente gavilla de fotografías en las que se plasma la dureza del momento en el que los habitantes de Oliegos debieron dejar su tierra, anegada por la construcción del embalse de Villameca.

Las imágenes nos describen la dureza de la eliminación de un pueblo por razones del progreso; son -dice Máximo Alvarez, en su presentación- «un verdadero poema» que nos recuerda la triste marcha del 28 de noviembre de 1945.

Esa fotografía de una mujer madura de manos fuertes y rostro crispado por el dolor, sosteniendo en brazos a un hermoso niño de cabellos rubios y mirada asustada, es un como un grito eterno contra la dureza del destino.

Esa imagen es un llanto intergeneracional. La amarga e impotente queja de la mujer madura, cubierta con la negritud de su pañoleta, se enfrenta al rostro de un niño asustado, que no comprende la hondura de la queja colectiva. Al fondo, las ramas huesudas de un árbol nos evocan la sobriedad de la tierra que despide, impotente, al pueblo que habitó durante siglos sobre su piel pizarrosa y dura.

Es este libro un excelente reportaje que nos habla de la belleza del viejo Oliegos y de la sencillez de las gentes cepedanas, que emprenden una hégira incierta cargadas apenas con un montón de pertenencias. Las yuntas conducen carros en los que se transporta una mudanza austera. Las gentes cargan con el dolor.

Comparando ayer y hoy, esa marcha nos lleva a la reflexión sobre el tiempo y los cambios de hábitos y economías. Pero también nos hace pensar que vivimos una época de mudanzas. La Cepeda, que tenía deciseis mil habitantes en los años sesenta ahora tiene unos tres mil... Se ha producido otra mudanza, apenas sin lágrimas, que ha enturbiado el futuro de otros cincuenta Oliegos. Es otro drama que nos acongoja.

Concebido el acto poético, hace siete años, como una jornada de reencuentro con la tierra madre, el libro nos muestra que ese espíritu está realmente vivo; porque no sólo nos trae una evocación a Oliegos, sino que es un canto de amor a nuestro territorio, bien sea a través de obras dedicadas a Quintana del Castillo, Villarmeriel, el valle del Barbadiel, el del Tuerto o el patio donde Ángel Casado halla una dicha de insectos, sombras y manzanas.

Es un gozo contemplar el magnífico movimiento colectivo existente en torno a los «Versos a Oliegos». Es un gozo y es un grito; porque no sólo estamos ante un canto de recuerdo emocionado al territorio, sino también ante una llamada de atención sobre la crisis de una tierra que se cansa de soportar un yugo de abandono y de silencio.

La organización cultural El Fuyaco, encargada del acto de este año, ha realizado un trabajo ejemplar, arropada, como siempre, por las agrupaciones culturales de cepedanas, solidarias con el futuro del encuentro poético.

«El listón está muy alto», comentan unánimemente quienes asistieron al evento. Es cierto que la altura a la que se ha aupado genera un poco de vértigo. ...Y una mención especial a Santiago Somoza, que ha unido a la fuerza de sus versos un trabajo constante a lo largo de un año para que Versos a Oliegos del 2007 haya sido realmente una cita memorable. Ahora, queda aún camino por delante: «Vastedad de llanura infinita nos aterra».

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