Enganchado a sus tuétanos
México, ese país que tantos y tan suculentos recuerdos me trae. Es como si siguiera enganchado a sus tuétanos…
Imposible desprenderme de sus paisajes y paisanajes. De su forma de ser y estar. De todo aquello que viviera en una época gobernada por un jijo de la trompada. Y por toda esa bola de pendejos que le hacen la corte a sus mandatarios. Corrupción al por mayor. Mordida al canto.
No nací en México, pero viví en este país de contrastes a toda madre. El deseo rozándose con el Tánatos. La muerte exhibida. Los ataúdes en las aceras de Chalco. El culto a la pelona en Tepito y en Mixquic. País tragicómico al que le va la farra a todas margaritas. Como arañas panteoneras subidos a las bardas de lo insólito. País surrealista, adonde todo es posible, y al cual fueron a parar Breton, Artaud (en busca de una energía especial, que acabaría encontrando en los Tarahumara), Buñuel (que hizo, además de Los olvidados, algunas de su mejores películas: El ángel exterminador, Nazarín, Simón del desierto, entre otras).
Se vive de un modo más intenso en México, durante una breve estancia, que cien años de soledad en el Bierzo. Al menos para un gachupín ávido de sensaciones, capaz de sumergirse en los cenotes sagrados de la hiperrealidad. Aunque decir esto así parezca una salida de tono, quizá no sea una ocurrencia de última hora, sino algo que viví. Vivir, siempre hacia adelante, mirando hacia atrás, es inevitable. No obstante, cuando uno encuentra la temperatura afectiva adecuada en su tierra, entonces, ay, la vida puede tornarse amorosa y agradabilísima.
Taxco. Manuel Cuenya/Guiarte.com