Desde las manos de los dioses
Una auténtica revolución culinaria llegó desde las manos de los dioses a las mesas de todo el orbe conocido, tras el descubrimiento de América. Hagamos un poco de historia.
Es sabido que sobre gustos hay mucho escrito y, la mayor parte, inútil. Con grande mimo debió traer algún perulero a la corte del Emperador Carlos I una piña de regular tamaño y buena presencia, para que él probara aquella primera una fruta criada en sus reinos ultramarinos. El soberano ensayo resultó decepcionante: el olor alabó, - apunta el cronista real - y del sabor no quiso ver qué tal era.
Esas precauciones imperiales respecto a lo que de comestible llegaba de la otra parte del mundo recién inventado no eran compartidas, sin embargo, por los capitanes y alféreces que se batían por conquistar nuevas tierras, a la búsqueda de un Eldorado cada vez más difuso.
Todos los que andaban en cosas de conquista compartían la olla con la misma ansiedad o placer que el riesgo del combate. El aventurero Lope de Aguirre, antes de perderse en la sombra de una locura amazónica, logró así la primera lealtad de los hombres que andaban en busca del oro de los incas: en aquella jornada de mosquitos y malaria aquellos castellanos y extremeños capaces de desafiar a Dios con tal de vencer al Amazonas, se juramentaron contra el capitán Fernando de Guzmán, porque él comía en mesa aparte y saciaba su glotonería con frutas y buñuelos.
Dioses mexicanos, en el Códice Poscortesiano.