El aprendizaje de J. Louis Wells
J. Louis Wells debía haber regresado a Seattle hacía un par de días, pero sufrió un acceso de rebeldía laboral, primero, y otro de autoestima personal inmediatamente después.
Decidió convertir lo que comenzó siendo en Madrid una acelerada reunión de negocios de su multinacional en unas vacaciones cortas en algún lugar tranquilo del sur. Alguien le aconsejó Almería. Buenas playas, poca gente, menos monumentos y ningún japonés. Más o menos eso le dijeron.
Lo de las tapas lo descubrió solo.
Louis alquiló un coche y llegó, como pudo y de noche, hasta Wrodalkilarrr. Allí, siguiendo las indicaciones que le dieron enseñando una tarjeta que le ofreció su colega de Madrid, buscó El Ajillo, un coqueto restaurante regentado por Joaquín y Antonia que además ofrecía un par de habitaciones al viajero. Durmió en medio de un silencio que casi le impedía el descanso.
Los primeros minutos de la mañana siguiente a sus inesperadas vacaciones fueron desconcertantes. En la puerta de su habitación, fuera de una casa en mitad del campo, miraba con unos ojos empequeñecidos por el sol. ¿Se habría equivocado? ¿Le tenía algún rencor quien le aconsejó? ¿Tranquilidad significaba… nada? Sacudió la cabeza y se echó al campo. Miró al sur… montaña. Miró al norte… otra montaña con un extraño edificio grande y abandonado en lo alto. Montaña también en el oeste… y en el este. Mejor preguntar.
—¿Dónde mar?
—Allí el Playazo. Más allá, la playa de Las Negras, Las Blacks. Y más allá todavía la de Los Muertos. Por allá -Joaquín señalaba hacia el otro lado con un auténtico esfuerzo de vocalización- la de los ES-CU-LLOS. Y luego San José, Genoveses, Mónsul… Mucho, mucho mar.
Aquello le tranquilizó. Se calzó un bañador y una camiseta comprados precipitadamente en El Corte Inglés de Madrid y optó, tras desayunar café y tostada, por ir a la más cercana.
Ese primer baño le dio la vida. Comenzaba a ver las cosas de otra manera. Aquel era un lugar fuera del mundo. Poco a poco perdían sentido palabras como control de producción, renovación informática, fusión empresarial… Seattle estaba tan lejos… Sed. Tenía sed y el sol comenzaba picar demasiado.
Volvió al pueblo y encontró un bar. Tras la barra había un hombre joven con la cabeza rapada bajo un pañuelo pirata. Allí recibió su primera lección almeriense; lo malo es que Javier se la dio hora y media tarde, cuando los sentidos ya no le pertenecían del todo. Pero J. Louis Wells supo en aquel preciso momento que las tapas eran lo mejor que le había ocurrido en mucho tiempo.
Discurrió un puñado de días entre la placidez del refugio que le daban Joaquín y Antonia y las tapas de La Tasquilla. El sol y los baños entretenían sus mañanas y la siesta acortaba sus tardes. Algún día siguió camino hacia Las Negras, donde descubrió un bar, el de Paco, donde los gin-tonics eran generosos… pero con ellos no daban tapa. Mal asunto.
Louis tomó al quinto día de su llegada el otro camino que le señalara Joaquín. Eso de las tapas debía ser costumbre de la zona y quería conocer más variantes. Ahora que sabía que podía tomarse varias con la misma cerveza, les había perdido el miedo.
Recaló aquel mediodía en un pueblo del interior. Ni siquiera se fijó en el nombre, pero sí apreció que sólo había gentes de allí. Ningún extranjero a la vista. Buscó un bar y entró.
—Buenas, ¿qué?
Supuso Louis que aquel hombre tras la barra le estaba preguntando qué quería beber.
—Cerveza.
Esperó su tapa. Puede que fuese caliente y por eso tardaba más… pero le quedaba menos de la mitad de la caña y aquello desmoronaba sus planes gastronómicos.
—Porr favorrr… I want one tapa.
Vaya, un listillo, pensó el camarero, y señaló a su espalda, con el dedo gordo, una pizarra sobre la pared.
—¿De qué se la pongo?
Aquel era un problema aún sin solventar. Hasta ahora, su maestro Javier le había resuelto cualquier duda eligiendo por él.
Leyó en aquella pizarra “Tabernero. Matrimonio. Bravas. Cherigan”. Miró al camarero y volvió a leer la pizarra. Abrió su pequeño diccionario de bolsillo y buscó. La traducción no le ayudó demasiado: barman, wedding, wild y la última, que ni siquiera aparecía. Miró de nuevo a aquel camarero de gesto irónico. En fin, para qué arriesgar.
—Una, una, una y una –y Louis fue señalando con su índice cada una de las cuatro líneas de tiza de aquella pizarra.
Al camarero se le borró la sonrisa. Aquel guiri no sólo era un listillo, también era un tragaldabas.
Louis salió de aquel bar y de aquel pueblo con una sensación de triunfo. Acababa de entenderlo todo. Las cervezas no debían marcar el ritmo de las tapas, sino las tapas el de la cerveza. Bastaba con pedir todas las tapas y cerveza según apretara la sed.
El baño de aquel día le sentó especialmente bien. Fue en una playa que llamaban Mónsul, pero mientras paseaba por la orilla no podía dejar de sentirse orgulloso de sí mismo. A él, a un ciudadano americano licenciado en Georgetown, nunca más se le resistiría una costumbre local. Cayó la tarde en Mónsul y J. Louis Wells decidió dirigirse a San José, un pueblo un tanto bullicioso comparado con su particular refugio, pero con muchos bares. Y bares significaban tapas. Paró en uno cerca del puerto.
—Cerveza
—¿Y de tapa qué le pongo, señor? Tenemos pulpitos, ensaladilla, caballa, huevo plancha, tocineta, jibia en salsa, carne con tomate, callos, lomo de orza, queso en aceite, chorizo frito, patatas pobre, caracoles, mejillones, sardina plancha, atún, conejo al ajillo y salpicón.
—….!
Aquello le hundió. Disimuló como pudo.
—¿Chabernero?
—No. Sólo tenemos pulpitos, ensaladilla, caballa, huevo plancha, tocineta, jibia en salsa, carne con tomate, callos, lomo de orza, queso en aceite, chorizo frito, patatas pobre, caracoles, mejillones, sardina plancha, atún, conejo al ajillo y salpicón.
—¿No motrimonio?
—No. Sólo esto –y señaló su libreta cuadriculada mientras se daba media vuelta para atender otra mesa.
Caramba, pensó Louis, era la primera persona con prisas que conocía en la zona. Intentó recomponerse mientras se tomaba su caña y volvió a llamar al camarero.
—Cerveza.
—¿Y de tapa?
Louis le pidió la libreta y señaló una. Cualquiera.
El camarero regresó tras unos minutos, cuando a Louis ya no le quedaba nada de su segunda cerveza.
—Se han acabado los callos. Pida otra cosa. Otra… another… callos finish.
—Cerveza and… bravasss.
—No. A lo pobre.
—Okey.
Tres cervezas y una sola tapa, aquello acabó de un plumazo con el triunfo de horas antes. Afortunadamente, aún le quedaba Javier. Tomar cerveza en su bar era mucho menos cansado.