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Eva Perón: los últimos 50 años

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Cuentaviajes de Eva Perón: los últimos 50 años

Relato de viaje a Eva Perón: los últimos 50 años

La hora cero Los deseos de Evita Segunda planta de la CGT Preparada para la eternidad Inestabilidad política Un problema de Estado Nuevo gobierno militar Años de mutismo De Madrid a La Recoleta

Argentina conmemora el 26 de julio de 2002 el 50 aniversario de la muerte de María Eva Duarte de Perón, Evita. Falleció de cáncer en 1952, con apenas 33 años, pero en su corta vida tuvo tiempo de ser actriz, primera dama de la República Argentina, desafiar a las clases altas, ganarse a los “descamisados” y poner al país boca abajo. Pero si azarosa fue su vida, su muerte lo fue aún más.

Su cadáver, insepulto cuando los militares derrocaron a Juan Domingo Perón, trajo de cabeza a dos presidentes y se convirtió en un asunto de Estado. Esta es la historia, y en ella tuvo mucho que ver un médico español, el doctor Pedro Ara, encargado del embalsamamiento y la vigilancia casi constante del cuerpo de la mujer que más huella dejó en Argentina.

Ésta es la historia de otro "cadáver viajero".

Texto: Nieves Concostrina. Documentación: Jesús Nuño. Ilustraciones recogidas de diarios de la época y elaboración de guiarte.com.

Cuentaviajes de Eva Perón: los últimos 50 años

Relato de viaje a Eva Perón: los últimos 50 años

La hora cero

Argentina conmemora el 26 de julio de 2002 el 50 aniversario de la muerte de María Eva Duarte de Perón, Evita. Falleció de cáncer en 1952, con apenas 33 años, pero en su corta vida tuvo tiempo de ser actriz, primera dama de la República Argentina, desafiar a las clases altas, ganarse a los “descamisados” y poner al país boca abajo. Pero si azarosa fue su vida, su muerte lo fue aún más.

Su cadáver, insepulto cuando los militares derrocaron a Juan Domingo Perón, trajo de cabeza a dos presidentes y se convirtió en un asunto de Estado. Esta es la historia, y en ella tuvo mucho que ver un médico español, el doctor Pedro Ara, encargado del embalsamamiento y la vigilancia casi constante del cuerpo de la mujer que más huella dejó en Argentina.

Si alguien conoció de primera mano la muerte y el posterior trasiego del cuerpo de María Eva Duarte de Perón, Evita, ese fue el doctor aragonés Pedro Ara. No eligió tal responsabilidad, y, aunque en un primer momento se sintiera muy honrado por el encargo del por entonces presidente de la República, Juan Domingo Perón, para que embalsamara y cuidara personalmente el cadáver de la primera dama argentina, seguramente el tiempo le hizo arrepentirse de haber aceptado el requerimiento.

El propio Ara relató su peripecia y la de Evita en el libro “El caso Eva Perón” (CVS Ediciones. Madrid, 1974), desde que se produjera el fallecimiento, un día de julio del invierno argentino de 1952, hasta la llegada a Madrid del cuerpo, en 1971.

El doctor Pedro Ara llegó aquel frío 26 de julio de 1952 a la residencia del presidente de la República, Juan Domingo Perón, cuando aún no se había hecho oficial la muerte de Evita. Los bonaerenses, sin embargo, llevaban días temiéndose lo peor. La radio no había lanzado ningún comunicado, pero la Policía comenzaba a acordonar la zona y a cortar el tráfico. Algunos grupos se agolpaban contra las verjas del palacio presidencial; otros rezaban, con velas encendidas y arrodillados sobre el asfalto. Cuando las gentes veían que la Policía abría paso al doctor Ara, le preguntaron: “¿Es verdad, señor, que Evita ha muerto?”.

El médico entró a la residencia por la puerta de la calle Agüero y fue acompañado a un pequeño salón. Allí le esperaba el ministro Mendé, quien le saludó con las siguientes palabras: “A los ocho y veinticinco minutos la señora de Perón ha pasado a la inmortalidad. El presidente y todos sus colaboradores queremos que usted, doctor Ara, prepare el cadáver para exponerlo al pueblo y ser luego depositado en la cripta monumental que hemos de construir”.

Quedaba poco tiempo, porque a las diez de la mañana del día siguiente debía instalarse la capilla ardiente de Evita en el Ministerio de Trabajo y Previsión. Por allí pasarían cientos de miles de argentinos durante los dieciséis días que duró el velatorio.

El encargo era difícil y comprometido. Según relata en su libro el propio médico, su mayor urgencia estaba en conseguir un ayudante de confianza: “Por suerte me acordé de un compatriota mío, catalán, hombre sencillo, grande, fuerte y honrado, acostumbrado al duro trabajo forense. Años atrás nos había ayudado, a su jefe y a mí, a preparar los restos del embajador de Italia y de su agregado naval para ser enviados a Roma. Me costó mucho dar con él. Vivía en un barrio extremo, mal iluminado, por el que rodé con mi coche entre baches y charcos hasta acertar. No le dije lo que íbamos a hacer ni adónde nos dirigíamos, pero sí le hice prometer que de lo que aquella noche viera no hablaría ni siquiera con su familia”.

De regreso con su ayudante a la residencia presidencial, el doctor Ara mantuvo una pequeña entrevista con el general Perón. Según cuenta Pedro Ara, el presidente le dijo: “Profesor, esta es su casa. Usted dispone y manda, sin que nada haya de ser consultado conmigo. Estoy muy de acuerdo en que la operación no sirva de espectáculo a nadie. Ni los ministros médicos estarán presentes. Tiene usted, doctor, puestas por dentro todas las llaves que comunican con el departamento de mi pobrecita mujer. No permita usted que entre nadie, ni aunque sea de la familia. Yo tampoco entraré. Vamos a cerrar ‘desde ya’ la comunicación con mi cuarto”.

Dentro de la habitación, junto al cadáver de Evita, estaba el médico que la vio expirar y le cerro los ojos, el doctor Ricardo Finochietto, y la madre y los hermanos de Eva Duarte, que rezaban en voz alta junto al padre Hernán Benítez. Todos salieron de inmediato de la habitación; el último fue el sacerdote, que se despidió con un “¡Que Dios le ilumine!”.

El doctor Pedro Ara y su ayudante se quedaron solos con Evita, la mujer más admirada, temida, odiada y amada de su tiempo, y con ella trabajaron toda la noche.

La hora cero

Los deseos de Evita

A las ocho de la mañana del 27 de julio, el cadáver de Evita era ya definitivamente incorruptible, pero aún quedaba vestirla, peinarla y devolverle la belleza a la que tenía acostumbrados a los argentinos. El doctor dejó pasar entonces a la modista, que durante toda aquella noche estuvo preparando el vestido color marfil que vestiría Evita, y al peluquero, Julio, que se presentó así ante el médico: “Profesor, yo soy don Julio. Conocí a la señora cuando era todavía una niña. Seguí su carrera, la acompañé siempre en las campañas artísticas de su primera juventud. Durante todos estos años de Gobierno tuve el honor de ser el primer visitante de la mañana, cuando aún no era de día. Nadie más que yo compuso sus peinados. La seguí en todos sus viajes. Fui a España con ella. Era una mujer extraordinaria... ¡Si yo le pudiera contar...”. Más de una hora empleó el peluquero en realizar el último peinado de Evita, no sin antes cortar un largo mechón de pelo que quería guardar la madre de Eva Duarte.

El médico estaba a punto de colocar entre las manos de Evita el rosario de plata y nácar que le regaló el Papa, cuando entró en la habitación una de las doncellas para cumplir uno de los deseos de su señora: “Doctor, ayer, poco antes de entrar en la agonía, me dijo la señora que en cuanto muriera le quitara el rojo de las uñas y se las dejara con brillo natural. ¿Puedo hacerlo, doctor?”.

Evita ya estaba lista para ser expuesta, pero quedaba un pequeño detalle. Según relató Pedro Ara, antes de que los funcionarios soldaran la parte metálica del féretro, introdujo por los huecos y entre las ropas de la fallecida gran cantidad de unos comprimidos de fuerte y característico olor. “¿Qué es eso, profesor, si se puede saber?”, preguntó el general Perón. El médico le explicó que aquello servía para expulsar el aire del interior del ataúd, sustituyéndolo por una atmósfera que hace imposible la vida de cualquier clase de microbios o de insectos. Perón continuó preguntando: “¿Cuánto tiempo se podrá conservar sin descomponerse?”. Y el doctor Ara siguió sacándole de dudas: “Si la dejáramos así, iría desecándose paulatinamente hasta la total momificación, pero es absolutamente imposible que se descomponga”.

Perón le hizo entonces partícipe a Pedro Ara de sus intenciones. Le dijo que, como el pueblo querría verla durante algunos días, tras la exposición de Evita la trasladarían a la sede de la Confederación General del Trabajo (CGT), donde instalarían un laboratorio para que el médico trabajara con el cuerpo de Evita hasta que el monumento estuviera terminado. Perón pretendía que Evita mantuviera un aspecto impecable por los restos de los restos, se tardase lo que se tardase y costase lo que costase.

El forense intentó disuadir al general Perón, conocedor de la inestabilidad política que vivía el país y sabiendo que la sede de la CGT era un centro de lucha social. No sirvió de nada, porque Perón fue contundente: “Mi mujer dispuso que sus restos mortales fueran depositados en la CGT hasta su traslado a la cripta del monumento, y yo voy a cumplir exactamente los deseos de mi esposa. No tiene usted más remedio que trabajar en la CGT. El ministro de Obras Públicas dispondrá la transformación de la parte de edificio que usted crea más adecuada para su laboratorio. Los hombres que en vida custodiaron a mi mujer están desde hoy a las órdenes de usted. Nadie se opondrá a lo que nosotros acordemos. Todos allí le ayudarán si usted los necesita, pues los obreros adoraban a mi mujer. No pasará nada, más si el destino nos reserva una catástrofe, mejor que sea allí, cumpliendo plenamente su voluntad”.

Aquí comenzaron los problemas de Pedro Ara, porque, sin saberlo, habría de convertirse en el perpetuo vigilante y responsable de Evita durante los siguientes tres años.

Los deseos de Evita

Segunda planta de la CGT

Día y noche se mantuvo abierta la gran sala del Ministerio de Trabajo y Previsión durante 16 jornadas, pero las largas colas de argentinos no parecían tener fin. El féretro, pese a las indicaciones de Pedro Ara, fue abierto en varias ocasiones. Una, para que Perón colocara mejor la cabeza de su esposa, y otra, para prenderle un broche en el vestido. También se hizo circular una corriente artificial de aire para evitar la condensación dentro del féretro, que empañaba el cristal del sarcófago. Aquello molestó sobremanera al doctor, que creyó que aquellas imprudencias darían al traste con sus labores de conservación.

El médico se reunió con el general Perón y le transmitió sus quejas. En aquel mismo encuentro, además de quedar claro que nunca más volvería a tocarse el féretro, se decidió dar por finalizado el interminable desfile. En las intenciones de Perón estaba el volver a exponer el cuerpo de Evita un año después. Nada más lejos de la realidad.

En la segunda planta de la sede sindical, el doctor Ara tenía preparado un sofisticado laboratorio. El jefe de la custodia presidencial, al frente de catorce hombres de la Policía Federal, los mismos que en vida de Eva Perón la habían acompañado a todas partes, se presentó, por mandato de general Perón para ponerse a las órdenes del doctor Ara. Tenía como misión asegurar la protección del cuerpo de Evita y la tranquilidad del trabajo del profesor. Los restos de Eva Perón fueron velados por última vez en el salón de la CGT. El padre Benítez, su confesor, ofició la última misa de cuerpo presente. A la caída de la tarde se cerró la casa, y, en privado, se efectuó el traslado del féretro al laboratorio.

Pedro Ara comenzó un minucioso trabajo que duraría un año y cuyos detalles fue anotando cuidadosamente en un diario, datos que después reproduciría en el libro “El caso Eva Perón”. 11 de agosto: “Mis temores acerca del estado de la piel de las manos quedan desvanecidos, pues las arrugas producidas por la desecación lenta se encuentran duras como el cartón. Le envuelvo los dedos en un algodón con alcohol, glicerina y timol, para tenerlas así durante toda la noche. Transportamos el cuerpo a una plataforma previamente habilitada al efecto, y espero, sin desnudar el cadáver, por si durante la mañana desea verlo por última vez el presidente de la República, puesto que en cuanto lo sumerja no se podrá ver más. Después de cubrirle ojos, nariz y boca con un algodón humedecido con glicerina, alcohol y timol, suspendemos el trabajo hasta mañana. Muy avanzada la noche del día 11 de agosto dejamos el lugar”.

12 de agosto: “3,30 de la tarde. Hemos comenzado la inmersión del cadáver. He preparado 150 litros con acetato y nitrato. El cadáver tiende a flotar, pero le hemos sacado el aire de los pulmones y bronquios, y puesto almohadillas para sumergirlo. Le vendo, uno por uno, todos los dedos de las dos manos, e impregno el vendaje antes de la inmersión con una mezcla de tricloroetileno. Todo el resto del cuerpo no necesita de ningún cuidado especial como las manos”.

13 de agosto: “Después de vigilar el baño y asegurarnos de que la cabeza está sumergida, que la nariz no roza en el cristal, y que las manos están igualmente sumergidas, retiro las almohadillas. A las 6,30 de la tarde hago la última inspección del cadáver y damos por terminado el trabajo”.

Todo se mantuvo en orden durante los siguientes días.

7 de octubre: “Por la mañana sacamos el cadáver, y le fricciono con la mezcla decolorante. Luego le dejo sobre la cara un algodón empapado en la misma mezcla, que desprende inmediatamente mucho oxígeno. Me alarma un poco el sentir que la reacción, sea por las sales disueltas en el líquido, sea por lo que sea, produce calor, que se concentra en la masa de algodón impregnado en el líquido que cubre la cabeza. Eso me induce a volver a levantar todo, y diluir removiendo el líquido decolorante, por miedo de que durante mi ausencia se acumule demasiado oxígeno y se produzca algún ataque al metal, o excesivo calor de reacción que pudiera perjudicar la cara, o la cabeza del cadáver”.

10, 11 y 13 de octubre: “Preparamos líquidos para reinyectar. EL SCH disuelve todos los cristales de timol que queramos poner, y sería una gran modificación, sino fuera porque he comprobado que una pequeña cantidad de agua que se mezcle con el líquido precipita al tricloro y los cristales de timol en forma casi microscópica, que probablemente obstruirían, formando grumos, los capilares, o las arterias pequeñas. Como al inyectar el líquido en las arterias del cadáver, forzosamente se ha de encontrar con agua de los tejidos, renuncio a emplear esa mezcla, a pesar de que la encuentro teóricamente útil en grado sumo, y servirá para otros casos. He hecho una nueva mezcla, solo con alcohol de 96º, formol al 10%, y timol al 1%, que por ser soluble a esta concentración en el agua no nos producirá precipitados”.

Segunda planta de la CGT

Preparada para la eternidad

Al cabo de un año de trabajo, el doctor Ara terminó su labor y dirigió su informe a la Comisión Nacional Monumento a Eva Perón: “Tengo el honor de comunicar a esa Comisión que el trabajo que me fue encomendado, en las condiciones establecidas por el Convenio fechado en 26 de julio de 1952 ha sido terminado. De acuerdo a la cláusula séptima. el cadáver de la Excma. Señora Doña María Eva Duarte de Perón, impregnado de sustancias solidificables, puede estar permanentemente en contacto del aire, sin más precauciones que las de protegerlo contra los agentes perturbadores mecánicos, químicos o térmicos, tanto artificiales como de origen atmosférico.
No fue abierta ninguna cavidad del cuerpo. Conserva, por tanto, todos sus órganos internos, sanos o enfermos, excepto los que le fueran extirpados en vida por actos quirúrgicos De todos ellos podría hacerse en cualquier tiempo un análisis microscópico con técnica adecuada al caso. No le ha sido extirpada ni la menor partícula de piel ni de ningún otro tejido orgánico.

Todo se hizo sin más mutilación que dos pequeñas incisiones superficiales ahora ocultas por las sustancias de impregnación. Los elementales cuidados que en lo sucesivo deben prodigarse son, entre otros obvios, los siguientes:

Primero, evitar que en el local donde sea depositado suba la temperatura a más de 25º C.

Segundo, mantener fuera de la acción de los rayos solares la vitrina que contiene el cuerpo.

Tercero, no permitir que bajo motivo ni pretexto alguno sea abierta la vitrina, ni tocado el cadáver en ausencia nuestra. A ese fin, me permito proponer que la llave quede en mi poder, si he de continuar la observación de los resultados durante algunos meses, o permanentemente, según se acuerde como de mayor conveniencia”.

Era julio de 1953, y había que tomar la determinación de qué hacer con el cadáver de Evita. Pedro Ara se reunió, a petición propia, con el general Perón y con sus ministros Mendé y Dupeyron para solucionar lo que empezaba a ser un problema, ya que las obras del panteón previsto para Evita, en los jardines de Palermo, no habían concluido.

Como aún seguía vigente el deseo póstumo expresado por Evita para que sus restos permanecieran depositados en la CGT hasta la habilitación de la cripta definitiva, se decide que el doctor Ara continúe custodiando el cadáver en una capilla provisional erigida en el salón de actos de la CGT.

El primer aniversario del fallecimiento, el 26 de julio de 1953, Buenos Aires volvió a volcarse en el recuerdo a Evita. Así lo relató el propio Pedro Ara: “Sabía que a las ocho y veinticinco minutos en punto de la tarde desfilarían ante la CGT miles de hombres con antorchas. Cualquier brasa desprendida y llevada por el viento, cualquier antorcha caída junto a las coronas amontonadas en las aceras, podía transmitir el fuego a las coronas que cubrían todas las fachadas del edificio desde el suelo hasta las azoteas, alcanzando los reactivos inflamables. Todos los hombres de la custodia, fuera o no su turno, se hicieron presentes como auxiliares de los bomberos.

Todos los aparatos matafuegos y mangas de agua se pusieron a punto, con un hombre a cargo de cada uno de ellos... A la hora en punto, la oscuridad de la noche comenzó a desgarrarse a lo lejos por el fulgor de las luminarias. Poco a poco, muy lentamente, fue acercándose aquel mar de fuego. Largo rato duró el impresionante desfile de miles y miles de hombres en absoluto silencio... las llamas parecían amenazarlo todo... pero no pasó nada”.

Preparada para la eternidad

Inestabilidad política

Pedro Ara sabía lo que se decía cuando advirtió a Juan Domingo Perón del riesgo de dejar a Evita en la sede de la Confederación General del Trabajo. El tiempo le dio la razón. Transcurrieron tres años de relativa tranquilidad para el doctor aragonés, pero la situación del país se iba caldeando. El 16 de junio de 1955, la Casa Rosada, los ministerios y los alrededores fueron bombardeados por elementos disidentes de la Armada argentina y de la Fuerza Aérea. El Ejército de Tierra, sin embargo, se mantuvo leal al gobierno de Perón y el levantamiento fue pronto sofocado. Hubo cientos de muertos, ruinas y coches ardiendo bajo la lluvia, pero, curiosamente, ni una sola bala, ni una sola bomba, rozaron el edificio de la CGT pese a estar situado en la zona más castigada por la revuelta. Más tarde se supo que el lugar en el que descansaban los restos de Evita no estuvo ni de lejos en los planes de quienes bombardearon Buenos Aires.

Tres meses después, el 16 septiembre, las cosas vinieron peor dadas para el general Perón. Grupos insurgentes de los tres ejércitos lanzaron una rebelión concertada, llamada la “Revolución Libertadora”, una serie de enfrentamientos que duraron tres días y en los que murieron unas 4.000 personas, lo que provocó la dimisión de Perón y su huida y refugio en una cañonera paraguaya anclada en el puerto de Buenos Aires. El 20 de septiembre, el líder de los insurgentes, el general de división Eduardo Lonardi, asumió la presidencia provisional. Juan Domingo Perón inició un largo exilio que le llevaría a Paraguay, Venezuela, República Dominicana y España.

El cuerpo de Evita continuaba en el edificio de la CGT, y la revolución que vivía el país hacía temer que, en cualquier momento, se produjera el asalto y la destrucción de la sede sindical. Los alrededores del edificio fueron ocupados por gran numero de policías y los accesos a la zona fueron bloqueado. El doctor Ara, sin embargo, continuó asumiendo la responsabilidad de velar por el cuerpo de Eva Duarte.

Un oficial de la Policía, al reconocer al profesor Ara cuando se dirigía a su laboratorio de la CGT, le dijo: “Hemos sabido que elementos extremistas andaban por estos alrededores con aire de mala intención!. Esa es la razón de este servicio. Darles a entender que, cueste lo que cueste, no se va a permitir ninguna profanación. Es orden terminante del general Lonardi”.

Otro oficial añadió: “Para nosotros sería un alivio si se llevaran ustedes el cadáver de la señora a algún lugar desconocido, en evitación de una catástrofe, pues vamos a obedecer al pie de la letra la consigna de defenderlo a cualquier precio”.

Pedro Ara, consciente de los riesgos , inició las gestiones para que alguien le aliviara de la carga que suponía la vigilancia del cuerpo de Evita. El médico llega incluso hasta los más directos colaboradores del nuevo presidente de la República, quienes se dirige en estos términos: “El cadáver de Eva Perón constituye en sí un importante, e inevitable, problema político. Lo que ustedes hagan por resolverlo ha de recaer, para bien o para mal, sobre el porvenir de la revolución que acaban de ganar. Un acto de respeto hacia los restos mortales de la señora redundará, indudablemente, en beneficio de la tranquilidad popular sin perjuicio para nadie. Ningún bien nacido les reprochará a ustedes una actitud de cristiana comprensión frente al jefe enemigo vencido después de muerto. Por otra parte, mediante un contrato me comprometí a conservar sus restos. Ha sido un asunto puramente técnico para mí el que ahora no tiene más valor político que el negativo. Creo que mi misión ha terminado. Sólo me resta hacer entrega de todo lo que en la CGT se halla bajo mi custodia. Por tanto, háganme el favor de transmitir al general Lonardi mi ruego de que, lo antes posible, designe las personas que, en nombre del Gobierno, se hagan cargo de cuanto contiene el segundo piso de la CGT, den por recibido cuanto yo entregue, y dejen constancia en un acta de todo lo actuado, así como también de quedar yo eximido de toda responsabilidad al respecto”.

La declaración de Pedro Ara sorprende a los militares, porque en los tres años transcurridos desde la muerte de Evita han circulado todo tipo de rumores sobre el paradero del cuerpo. El secretario en jefe de la Presidencia, el doctor Villada Achaval, se manifestó así ante el doctor Ara: “Nosotros creíamos que el cadáver no existía. ¡Sí que es un problemita para el nuevo Gobierno!”.

Villada fue con el propio Pedro Ara hasta la segunda planta de la CGT para comprobar “in situ” la veracidad del relato. Una vez allí, el secretario del presidente dice: “Francamente, temí al principio que tuvieran razón quienes dicen que el cadáver de Eva fue sustituido por una estatua. Ahora veo que es una obra de arte, y muy lamentable el que forzosamente tenga que desaparecer”. Villada, que parecía tener muy seguro el destino del cuerpo, se despide con estas palabras: “Adiós, Evita. Ya no te veré más. Que Dios te perdone”.

Inestabilidad política

Un problema de Estado

El presidente provisional Lonardi y sus consejeros se plantearon qué hacer con la yacente Eva Perón, y surgieron las discrepancias. El sector extremista exigía, lisa y llanamente, la cremación, pero la idea no se aceptó. "Somos católicos -dice la mayoría- y no podemos hacer nada que lo contradiga" (la incineración de cadáveres no contó con el beneplácito de la Iglesia católica hasta 1964). El profesor Ara se encontraba en el ojo del huracán y comenzaron a circular rumores sobre su detención, que estaba ya preso o que había huido del país. Para muchos era sólo un científico, pero para otros se trataba de un execrable colaborador del tirano, que debía ser privado de su título de doctor y expulsado de Argentina.

Algunos llegaron a sugerir que, "para acabar con el problema que nos ha creado", se le encerrase a solas con el cadáver hasta que lo transformara o lo destruyera usando sus "métodos secretos". Un viejo colega catedrático le llegó a decir: "°Qué lástima, profesor!. Le admirábamos a usted por la gran obra que realizó en la Universidad de Córdoba y por el entusiasmo con el que le recuerdan sus antiguos discípulos, y ahora tenemos que lamentar y reprocharle el que haya prostituido usted su ciencia y su arte conservando el cuerpo de aquella desdichada que tanto mal nos hizo".

El asunto iba tomando malos tintes para el profesor Ara, quien voluntariamente se puso a disposición de la Comisión del Senado. Tras contestar a todas las preguntas, Ara acompañó a una numerosa comitiva hasta la sede de la CGT. Al doctor se sumaron militares de los tres ejércitos, abogados, ingenieros y altos funcionarios del Estado. Ninguno quería perderse la visión de Evita insepulta.

Sin embargo, y pese a tan numeroso grupo de testigos, los rumores continuaron circulando. Unos afirmaban que sólo se salvó la cabeza del cadáver; otros, que ya antes de su fallecimiento se tenía preparada una cabeza artificial que fue pegada al resto del cuerpo; los más imaginativos aseguraban que el cadáver se puso negro y hubo que quemarlo, sustituyéndolo por una fiel reproducción.

Hasta en las altas instancias militares del Gobierno se extendieron las dudas: "¿Y si lo que parece un cadáver fuera sólo una hábil imitación para embaucar a las ingenuas masas peronistas?". "¿En qué situación quedaría el Gobierno provisional si, tras laboriosas gestiones políticas y disgustos, resultase que los había sufrido por una especie de pelele relleno de no sé qué?".

El Gobierno militar decide, pues, realizar una investigación minuciosa y exhaustiva, que ofrezca las pruebas de que se trata del cuerpo de Eva Perón, o, en caso contrario, ponga al descubierto una posible macabra burla perpetrada por las autoridades peronistas.

El 18 de octubre de 1955, el Gobierno decidió designar a tres prestigiosos doctores "para que constituidos en comisión procedan a practicar el estudio médico-legal del cuerpo embalsamado, cuyo aspecto exterior es el que corresponde al de Doña María Eva Duarte de Perón, que se encuentra en el local de la Confederación General del Trabajo, e informen si se trata o no de un cadáver, debiendo en caso afirmativo proceder a su identificación".

Al día siguiente, 19 de octubre, Pedro Ara fue citado en el Decanato de la Facultad de Medicina para dar todos los detalles sobre sus intervenciones, e insistiendo en que un "sencillo y honroso entierro de los mortales restos sería la solución mas acertada al problema". El presidente del comité, sin embargo, expone su plan: lo primero es comprobar que se trata de un cadáver, por lo que, si no hay más remedio, habría que practicar la autopsia.

El médico aragonés protestó ante lo que consideraba un insulto personal y profesional, y lo que era peor, una autopsia destrozaría tres años de intenso cuidado y trabajo. El comité no le prometió nada, y tampoco perdió oportunidad de culpar al propio doctor de las leyendas que circulaban en torno al cuerpo de Evita por haber negado declaraciones a periodistas o no aportar documentos oficiales sobre el depósito del cuerpo. Evita, oficialmente, no estaba en ninguna parte.

El comité inició sus investigaciones, y, para respiro del doctor Ara, no se realizó autopsia. La prueba más importante consistió en una cuidadosa toma de radiografías, que sirvieron para confirmar la perfección del trabajo del profesor. En ellas se apreciaban, perfectamente definidos, todos los órganos internos del cuerpo, así como el detalle de las diversas metástasis del cáncer que llevo a Eva Perón a la muerte. No se produjo ninguna mutilación de importancia.

Comprobado por fin que lo que descansa en la segunda planta de la CGT es el cuerpo de Evita, el asunto pasó a instancias superiores. El teniente coronel Carlos Eugenio de Moori Koenig, jefe del Servicio de Informaciones del Ejército y hombre de confianza de la Presidencia, se hizo cargo del tema. Visitó la capilla ardiente, inspeccionó todo con la mayor atención y expresó su admiración por el trabajo del profesor Ara. "Este cuerpo no debía ser enterrado -dijo-, sino depositado en un museo como obra de arte desprovista de su jerarquía humana". Un militar que acompañaba a Moori Koenig manifestó a Pedro Ara su preocupación: "Doctor, esto constituye un terrible problema para el nuevo Gobierno. Nunca le podremos agradecer bastante e! secreto con que ha llevado su trabajo. El que usted haya sacrificado la popularidad nos ha evitado aglomeraciones, conflictos, y hasta desgracias que, indudablemente, hubiéramos tenido que afrontar. No puedo ni pensar en lo que puede ocurrir si transciende. ¿Qué haremos, doctor, si de pronto se nos presentan miles y miles de personas que quieren verla o llevársela?".

Un problema de Estado

Nuevo gobierno militar

Cuando parecía que el asunto de Evita tenía visos de solución, la situación política dio otro vuelco. En noviembre de aquel 1955, el Gobierno de Lonardi fue depuesto en un incruento golpe militar dirigido por el teniente general Pedro Eugenio Aramburu. El motivo alegado para la revuelta fue que Lonardi se negaba a suprimir las actividades de los peronistas en el Ejército y en los sindicatos. El edificio de la CGT quedó bajo el mando de un capitán de navío, que emplazó ametralladoras y prohibió terminantemente la entrada al piso donde se hallaba la capilla ardiente.

Evita, incluso muerta desde hacía tres años y cuatro meses, continuaba planteando batalla. Mientras, el doctor Pedro Ara no veía llegar el momento en que su destino se desligara definitivamente de aquella mujer.

El médico volvió a iniciar los trámites que ya realizara con el presidente Lonardi, y dirigió un escrito a Aramburu pidiéndole que, oficialmente, se reconociera el fin de su trabajo, y se hiciera cargo del cadáver de Eva Perón. Citado por el nuevo ministro de Sanidad, general Argibay Molina, éste le dice: “Doctor Ara, conozco el informe de la comisión de peritos y soy el primer admirador de su trabajo. Pero con él nos ha creado un grave problema y es preciso que usted. mismo nos ayude a resolverlo devolviendo a lo que usted guarda en la CGT las condiciones de todo cuerpo muerto con su evolución natural igual a la de todos”.

Pedro Ara sacó valor para responder: “A mí se me ha contratado para conservar, no para destruir. Esta preparación no podrá desintegrarse si no es por el fuego, ardería como una antorcha, o por alguna otra forma de violencia”. El general replicó: “Nosotros somos católicos y no aprobamos la cremación”.

El final se adivinaba cerca. El 23 de noviembre, el teniente coronel Moori Koenig informa al doctor Ara de que el presidente de la República “ha dispuesto que sea yo quien remate este asunto”.

Poco antes de las doce de la noche Pedro Ara llegó, por última vez, a la CGT. Subió a la segunda planta acompañado de varios soldados: “Abrí la puerta de la capilla ardiente. La dejé abierta. Los soldados fueron acercándose tímidamente, asomándose temerosos a la estancia, y entraron al fin, animados por mí, siempre con el arma empuñada y descubierta la cabeza. Avanzó uno hasta el centro de la capilla y se santiguó. Los demás le imitaron. Al salir, aún conmovidos, preguntaron: ¿Se la llevan esta noche, doctor? ¿Qué harán con ella? ¿Cree usted que la quemarán?”. Pero el médico no tiene respuestas. Varios obreros que aquella noche trabajaban en la limpieza de la sede sindical decidieron acercarse al médico: “Doctor, nunca nos hemos atrevido a pedirle permiso para entrar donde está Evita, pero esta noche parece que se la van a llevar ¿Podríamos verla antes?”. Pedro Ara les dijo que bajaran al garaje para ayudar a los militares a transportar el ataúd. “Es muy pesado -les dijo-, y el camino ha de resultarles forzosamente difícil. Una vez arriba nadie les impedirá el quedarse con nosotros”.

Poco a poco fueron apareciendo los militares, vestidos de paisano y con Moori Koenig a la cabeza. Un furgón militar trajo el lujoso féretro que tres años antes acogiera el cuerpo de Evita durante los 16 días de su exhibición.

Pasaba la una de la madrugada cuando todos, militares, policías, soldados y obreros, se reúnen ante el cuerpo de María Eva Duarte de Perón. Rompió el silencio el teniente coronel Moori Koenig, y dirigiéndose a los obreros, dijo: “Hemos querido que se hallen ustedes aquí esta noche para que sean testigos de que todo se hace con el máximo respeto, como cumple entre cristianos”.

Según contó años después el doctor Ara, Moori Koenig “retiró la bandera peronista. Al levantarlo, el cuerpo de Eva apareció cubierto por la túnica que desbordaba sus desnudos pies. A una seña mía dos obreros se acercaron para ayudarme. Uno de ellos, sin descubrirla, la levantó tomándola con su túnica por los tobillos. Entre el otro y yo la levantamos por los hombros. Y así transportamos su delegado cuerpo de la plataforma al ataúd, sin desordenar su peinado ni su vestido. Mis improvisados ayudantes estaban pálidos y sudorosos por la emoción y el respetuoso temor. Inmediatamente, el teniente coronel depositó a los pies del cadáver el plegado estandarte del peronismo. Luego, entre él y yo fuimos descolgando las cintas prendidas al negro cortinado que revestía las cuatro paredes de la fúnebre estancia. Había gran número de ellas con inscripciones, restos de las innumerables coronas llevadas por las más diversas instituciones en toda clase de aniversarios y homenajes de la más variada índole. “Primero la de la madre”, dijo Moori Koenig, al mismo tiempo que cruzaba con ella el pecho de la difunta. A los lados del cuerpo fuimos dejando las restantes cintas”.

A Pedro Ara no se le volvió a permitir la entrada en la sede de la CGT. Una noche, pocas semanas después, le despertó una llamada telefónica: “Profesor, ya se la llevaron”.

Nuevo gobierno militar

Años de mutismo

Dieciséis años pasaron sin que nada se supiera del paradero de Evita. El profesor Ara, por fin, se pudo ver libre de la responsabilidad que dejó sobre sus espaldas Juan Domingo Perón; los militares pudieron deshacerse de aquel símbolo que les amenazaba desde la tumba. Mientras, la leyenda y el misterio en torno a Eva Perón continuaron creciendo. Argentina seguía sumida en continuas convulsiones políticas, hasta que, en 1971, llegó al poder el teniente general Alejandro Agustín Lanusse, gracias a un golpe militar que sus antecesores asestaron en 1966.

Entre las primeras decisiones de Lanusse estuvo la de devolver al general Perón el cuerpo de Evita: durante quince años había estado enterrada en un cementerio italiano bajo el nombre de María Maggi.

El sábado 4 de septiembre de 1971, el cuerpo de Eva Perón llegó a Madrid, al lujoso chalet “Quinta 17 de octubre” de la exclusiva zona residencial Puerta de Hierro. Sus restos fueron trasladados en un furgón que entró a España por el puesto fronterizo de La Junquera.

Los periódicos retomaron la noticia, pero quedó demostrado que aún continuaba siendo un secreto bien guardado dónde estuvo Evita entre los años 1952 y 1955. La Prensa dijo entonces que Eva Perón descansó durante aquellos tres años en el cementerio bonaerense de La Chacarita, en un ataúd de plata de 400 kilos de peso, cuando en realidad no se había movido de una improvisada capilla ardiente en la segunda planta de la Confederación General del Trabajo.

Con Evita en Madrid, Juan Domingo Perón volvió a llamar al doctor Pedro Ara, que desde hacía años se encontraba también en España. Además de Perón y Ara, en el chalet estaba el peronista José López Rega (quien años más tarde fundaría la fascista Triple A) y la tercera esposa del general exiliado, María Estela Martínez, más conocida como Isabelita. Así contó en su momento el profesor su reencuentro con Evita: “Penetramos los cuatro juntos en un largo salón, especie de jardín de invierno, inundado de sol. Al fondo, sobre una mesa, se veía un viejo y ordinario féretro ya abierto que, desde luego, en nada recordaba al fino y valioso ataúd de 1952 y 1955. La tapa interna de metal y cristal había sido desprendida. Doctor -dijo el general Perón-, usted que lo hizo y que fue el último que la vio, ¿qué opina?. Creo que no hay duda -respondí al general-, pero vamos a examinarlo todo”.

A primera vista el espectáculo impresionaba lastimosamente; humedad y suciedad. Se desprendía el mismo penetrante olor del producto químico que el mismo general Perón recordó haberme visto agregar el día 27 de julio de 1952, a las ocho de la mañana, y que volví a utilizar el 24 de noviembre de 1955 ante el teniente coronel Moori Koenig y sus compañeros. Sin el menor desorden en el peinado, la cabellera aparecía mojada y sucia. Las horquillas inoxidables, herrumbradas, se quebraban entre nuestros dedos. La esposa del general comenzó a deshacer las trenzas de Eva para ventilar y secar sus cabellos y limpiarlos de herrumbre y tierra. Ni la túnica ni el ligero camisón habían sido movidos, pero todo estaba cubierto de grandes manchas, seguramente de los óxidos metálicos y de la tierra arrastrados por el agua, lo que induce a pensar que el féretro de Eva no estuvo depositado en cripta o capilla, sino enterrado”.

Pedro Ara continuó haciendo un minucioso examen de su obra maestra. Lo primero que notó fue un aplastamiento de la nariz producido por la presión del cristal de la tapa y dos ligeras marcas en la frente. Los labios, el mentón y las mejillas, al igual que todo el resto de la cabeza, conservaban la misma forma que tenían a fines de noviembre de 1955. El remodelado del “lóbulo de la oreja izquierda, o sea, el relleno del vacío que dejó en ella la pequeña cuña extraída para el examen forense ordenado en octubre de 1955 por el Gobierno de la República, permanecía como cuando se hizo la provisional reparación”, cuenta Pedro Ara en su libro. Lo siguiente que detectó el profesor fue un surco circular en el cuello de un milímetro de profundidad, pero enseguida tuvo una explicación: “No representaba otra cosa que la delgada capa plástica superficial quebrada en esa región al ser empujada fuertemente la cabeza contra el fondo de la caja en el mismo impulso, seguramente, que aplastó la nariz”.

Los dedos entrelazados de las manos mostraban ligeras raspaduras por su contacto y roce con las grandes cuentas del rosario pontificio que las envolvió siempre, y faltaba el extremo distal del dedo medio de la mano derecha, que el día 1 de noviembre de 1955 sirvió a la Policía Federal para estudiar la huella digital descrita en el informe de los peritos. Terminado aquel trabajo policial, esa punta del dedo fue reimplantada, pero al parecer no demasiado bien porque se había desprendido.

Hasta aquí el papel del doctor aragonés Pedro Ara con Evita Perón, probablemente el cuerpo que más guerra le dio en su dilatada carrera forense, y, por supuesto, el cadáver más incómodo para dos gobiernos militares argentinos. En relación a esto último, el médico hizo una apreciación: dieciséis años atrás, el presidente Aramburu había sido informado de cómo retirar del cuerpo de Evita la parte suntuaria, estética, de la conservación para dejar el cuerpo reducido a una momia. Oficialmente sabían, pues, cómo deformar y casi destruir aquel símbolo peronista. Nadie se atrevió.

Años de mutismo

De Madrid a La Recoleta

El cuerpo de Evita permaneció durante los tres años siguientes en el sótano de aquel lujoso chalet de la urbanización madrileña Puerta de Hierro. Allí quedó cuando Juan Domingo Perón regresó a Buenos Aires con su tercera esposa, Isabelita, un 20 de junio de 1973, después de que los peronistas, agrupados bajo las siglas del Frente Justicialista de Liberación (FJL), arrasaran en la elecciones de marzo de aquel año. Perón fue de nuevo presidente de la República en septiembre de 1973, pero las dificultades políticas y su debilidad acabaron provocando su fallecimiento el 1 de julio de 1974. Evita seguía en Madrid, de nuevo insepulta.

Sea como fuere, un 17 de octubre o un 16 de noviembre de 1974 (aparecen varias fechas documentadas), los restos de Evita fueron trasladados a Buenos Aires, donde descansan desde entonces en el distinguido cementerio de La Recoleta, cerca de Carlitos Gardel.

Pero también cerca de Evita, paradojas de la vida, descansa uno de sus mayores enemigos, el general Aramburu, artífice del “exilio” de Evita en una tumba falsa y humilde de un cementerio italiano.

María Eva Duarte de Perón, sin embargo, aún siguió contrariando a las clases pudientes que tanto la odiaron: el que fuera sepultada en el cementerio de La Recoleta, un lugar exclusivo y copado por muertos de clase preferente, no gustó a quienes siempre tuvieron presente que Evita, al fin y al cabo, sólo fue una actriz de radionovelas.

De Madrid a La Recoleta

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