El Cabo de Gata
Por Jesús Pozo, cuando el difunto José González Montoya...
terrateniente propietario de la mayor parte de las tierras de lo que actualmente es el Parque Natural Cabo de Gata-Níjar, rechazó en la década de los setenta una suculenta oferta japonesa por la bahía de Los Genoveses puso en marcha, sin saberlo, una de las mejores reservas paisajísticas y ecológicas del Mediterráneo.
Almería empezaba a despertar al turismo y las playas desérticas del campo de Níjar, entre Cabo de Gata y Carboneras, eran el contraste necesario y oculto frente al desarrollismo turístico de los años sesenta y setenta. Una de las provincias más deprimidas de España, conocida por la producción de esparto y de emigración, se convertía, al mismo tiempo, en un enorme y barato plató cinematográfico para rodar los spaguettis-western en los que nunca faltaban extras para trabajar junto a Bud Spencer o la espectacular BB.
Pero antes de que todo esto ocurriera, Juan Goytisolo contó en su libro Campos de Níjar la pobreza y la miseria de los cincuenta en la comarca. Conoció el desierto en todas sus acepciones y comprobó el declive de las minas de oro de Rodalquilar, único sustento de una población angustiada que veía terminar el filón que comenzaron a horadar en las montañas los romanos.
Pudo observar el escritor catalán, sobre la marcha, las eternas plantaciones de pitas y chumberas que pretendían proporcionar a la zona la presunta materia prima para una hipotética industria textil. También fue testigo en sus distintos viajes de la afición extranjera a esquilmar los fondos con la pesca submarina. Todavía recuerdan los viejos pescadores de San José a los turistas franceses que pagaban sus vacaciones con la pesca furtiva e indiscriminada del mero. Y también recuerdan los menos viejos, la algarabía que para la comarca supuso la instalación en los setenta de un centro de experiencias de la multinacional Michelin, que todavía sigue a pleno rendimiento, en el corazón del Cabo de Gata.
Con los fabricantes de neumáticos aparecía tímidamente de nuevo la industria, aunque el primer teléfono que se instaló en Cabo de Gata fue el que sirvió para que el entonces presidente del Gobierno, Adolfo Suárez, estuviera comunicado con el exterior desde la finca que la Empresa Nacional de Turismo mantenía en barbecho y que usó un verano para descansar.
Llegaban los ochenta y no importaba que los apartamentos de San José, principal núcleo turístico de la zona, recibieran el agua en camiones-cuba. Tampoco era de interés nacional que la política de construcciones de la Guardia Civil derribara un castillo-fortaleza, que en 1734 se construyó para defender la costa de las incursiones berberiscas. Menos aún preocupaba a nadie que se derribara la historia para sustituirla por una moderna, horrible e impactante casa-cuartel.
A pesar de todo, el progreso y la cultura comenzaban a llegar a la zona. Almerienses y foráneos descubrieron un rincón de Europa desértico y duro, pero al mismo tiempo virgen ante la voracidad del turismo de masas. El poeta y premio Príncipe de Asturias, José Angel Valente, quedó impresionado con el Cabo de Gata; Spielberg no pudo resistir la tentación de que Sean Connery abriera un paraguas en la playa de Monsul junto a su hijo Indiana; y Pilar Miró se fue con Mercedes Sanpietro a buscar el pájaro de la felicidad en un cortijo de La Isleta del Moro.
Fue entonces, en 1987, cuando se puso la primera piedra para preservar un espacio natural volcánico que comenzó a formarse hace entre 12 y 17 millones de años y que mantiene una temperatura media ambiental de 18 grados centígrados con unas precipitaciones anuales mínimas.
Nacía impulsado por la Junta de Andalucía el primer parque natural marítimo terrestre de España y comenzaba una etapa de trabajo y lucha para conjugar intereses tan dispares como el desarrollo urbanístico, el agrícola, el turístico y el ecológico.
El Parque ocupa una extensión de 34.000 hectáreas de las tierras más desérticas de los municipios de Carboneras, Níjar y Almería. A pesar de la escasez de agua y de suelos, el parque presenta un extraordinario mosaico de fauna vegetal que aporta al visitante un interés añadido.
El contraste de encontrar en pleno desierto más de mil especies vegetales, de las que ocho son endemismos, aporta una singularidad especial en el contexto europeo y convierte a esta zona en una sorpresa visual que estalla a lo largo del año en multitud de colores y que desmitifica el concepto que del desierto tiene el viajero que se acerca por estos lares.
Pero las plantas no están solas. Junto a los amarillos y violetas cardos, las naranjas flores del Nopal, la verde semilla del pitaco, la blanca azucena de la virgen, la azul lengua de buey, la fucsia uña de gato o la rosa negra, convive una gran y diversa fauna animal. Allí se esconde la exclusiva víbora hocicuda, descansa el flamenco en sus salinas mientras el búho real o el águila perdicera sobrevuelan una costa en la que los tipos de fondos y la diversidad de su colonización vegetal son el soporte de una gran riqueza faunística, en la que se han llegado a estudiar y catalogar más de mil cuatrocientos elementos vegetales y animales.
Todo esto ocurría antes de que Andrés Pajares y María Barranco se pasearan por El Barronal y nos enseñaran la terrible realidad de, paradójicamente, la llegada masiva de inmigrantes. Hoy, el Campo de Níjar también se ha convertido en el sueño de quien busca una oportunidad en una tierra que, después de treinta años, se ha convertido en símbolo de descanso, progreso ecológico, desarrollo urbanístico más o menos controlado y expansión de invernaderos con tecnología punta criando pimientos, sandías y pepinos por doquier.
Salinas en Cabo de Gata.
Rodalquilar.
Cortijo en Níjar.
Vista de San José.