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Tibet: Tierra mágica. Tierra trágica

Cuentaviajes del Tibet

Relato de viaje a Tibet: Tierra mágica.Tierra trágica

Amanecer en Lhasa El rito del adiós La hora de los buitres El renacer

Se trata de un bello artículo de Antonio Picazo, en el que se acerca a una de las costumbres más extrañas para el hombre occidental: el rito del enterramiento en el cielo.

*Este reportaje sobre el Tibet fue publicado en la revista Adiós.

Las fotos que se encuentran en esta guía son del propio autor y de la exposición Monasterios y Lamas del Tibet, de la Fundación La Caixa.*

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Relato de viaje a Tibet: Tierra mágica.Tierra trágica

Amanecer en Lhasa

Está a punto de amanecer en Lhasa. A través de las ventanas más altas del palacio de Potala...

se ven pasar las lágrimas de luz que son las lamparillas y los quinqués que tanto lamas como monjes o novicios portan para alumbrarse por entre el laberinto de pasillos, capillas y habitaciones que encierra ese gran Vaticano oriental, buque insignia de todo el orbe tibetano.

Los religiosos van a reunirse en la sala capitular para comenzar un nuevo día de rezos, trabajo y ceremonias.

A unos tres kilómetros al norte del palacio de Potala y por lo tanto, de Lhasa, cerca del prestigioso e histórico monasterio de Sera, situados sobre un montículo de peñas bajas, aún teñido de negro por las sombras de una noche que todavía no acaba de abandonar el páramo, dos hombres acaban de descubrir y preparar sus utensilios de trabajo. Las herramientas son prácticamente las mismas de las que se sirve cualquier carnicero: poderosos cuchillos de hoja ancha, mazas quebrantahuesos, hachas de filo infalible, escoplos, cinceles. No, esto no es un matadero y mucho menos el patio de un taller de desguace; aquí va a comenzar el, para los sentidos occidentales, muy macabro rito tibetano del Enterramiento en el Cielo.

Amanecer en Lhasa

Amanecer en Lhasa

El rito del adiós

Los dos hombres que, desde luego, no tienen aspecto de sepultureros, ni realmente lo son, se dirigen hasta el lugar en donde hay un gran bulto envuelto en unas largas telas rústicas.

Ambos cargan con el fardo y lo llevan hasta donde están reunidas las herramientas.

Allí descubren el envoltorio cuyos paños, ahora desenrollados, dejan ver el cuerpo de un difunto de rasgos apenas adivinados entre las todavía tenues y primeras luces del amanecer.

A una treintena de metros, un grupo de familiares del muerto esperan a que los dos hombres comiencen su tarea. El duelo permanece tranquilo, no se oyen lamentos ni se derrama una sola lágrima. Sí, hay un clima de tristeza, pero, en cambio, todavía se advierte más y mejor un ambiente de resignado desapego, el atributo de consuelo que otorga la fe budista a la vida y la muerte de los tibetanos.

Pero también hay otros asistentes que, por cierto, nadie ha invitado y que no faltan jamás a uno sólo de estos saraos funerarios. Se trata de una bandada de buitres cuyos miembros, o esperan sobre una de las peñas cercanas, o bien vuelan en círculos breves y bajos sobre la escena de la ceremonia.

Los dos encargados del rito toman un hacha cada uno y luego colocan sobre una piedra un gran candil que alumbra desde la cabeza a los pies el cuerpo del difunto. Ambos comienzan a descuartizar el cadáver, cortan vísceras, separan vértebras, parten chuletas y solomillos. A veces uno de estos dos muy especiales carniceros toma una gran maza y quebranta los huesos más recalcitrantes hasta dejarlos seccionados en todo un festival de astillas mezcladas con una pura pasta de humores y cueros.

El rito del adiós

La hora de los buitres

Es la hora de los buitres. Los dos hombres, según van ultimando su carnicería, arrojan pedazos de carne a los pajarracos, que acuden decididos, aunque sin alborotos, a tomar su desayuno frío.

No sólo son los buitres los únicos huéspedes de pico y pluma, también vienen algunos cuervos y otros miembros de la familia carroñera, además de ¿por qué no? algún halcón aficionado a la comida fácil.

El budismo lamaísta o tibetano contempla cuatro fórmulas para dar acogida a sus devotos cuando éstos mueren. Son ritos que están en relación con los cuatro elementos de la naturaleza: el aire, la tierra, el agua y el fuego. Debido a que la mayor parte de la plataforma en donde se sitúa el Tibet es un gran territorio duro y árido, el suelo pétreo hace muy costoso que en su seno se practiquen los enterramientos de difuntos. Dado que la penuria de agua que padecen los páramos tibetanos hace ecológica y sanitariamente inconveniente arrojar a los ríos los cadáveres, y que la escasez de arbolado y, en consecuencia, de madera que sufre este gran desierto, no facilita la cremación, la incineración de cadáveres se reserva tan sólo como privilegio de determinados y prestigiosos lamas fallecidos. Bien, pues ante estas circunstancias, sólo queda como recurso final el llamado Enterramiento en el Cielo; o sea, el aire; es decir, los buitres.

Y es que para los tibetanos, budistas antes que nada, ya que se trata casi sin duda del pueblo más religioso del mundo, en realidad el cuerpo no es más que un soporte que sostiene y encierra el alma, un molesto estuche que sufre el peso del deseo, de la ignorancia y que a menudo se avería; una fuente de infelicidad que no supone mayor apego, casi se diría que todo lo contrario, a la hora de desprenderse del espíritu. Por eso no es especialmente macabro, cruel o inhumano que unos cuantos pájaros devoren la fachada y los cimientos de semejante edificio carcelero.

Pero ¿qué ocurre cuando el espíritu abandona el cascarón que le aprisiona? ¿En qué fenómenos cree el pueblo tibetano una vez que la piel y la carne del muerto han sido tragadas por una u otra pandilla de aves carroñeras?.

Sin entrar en meditadas teorías, sin duda más sabias pero a la vez demasiado complejas, de teólogos, estudiosos o grandes lamas, el devoto tibetano, el fiel de a pie, piensa que, después de la muerte, su alma va a iniciar un camino de transmigración. Este sendero, según su cuenta de resultados, de acuerdo con lo que diga su balance de buenas o malas acciones, de excelentes o perversas obras realizadas en vida, le va a conducir por un camino a veces engañoso, a veces cómodo, que le llevará a reencarnarse en uno de los seis supuestos o especies de seres que contempla -siempre para el alcance del conocimiento vulgar- el budismo tibetano.

La hora de los buitres

El renacer

Con la ayuda de un lama oficiante, el alma que está dejando el cuerpo tiene la posibilidad de salvar el largo, ilusorio y tortuoso camino llamado bardo que le lleva hacia un nuevo renacer.

Muchos son los entretenimientos que distraen al espíritu que vaga hacia una nueva vida: visiones, luces, bellas apariciones, espantos; en fin, ya se sabe, de todo un poco; por eso si el alma puede oír las orientaciones del lama que le habla, esto le ayudará a alcanzar una reencarnación superior a la existencia que tuvo en vida; si esto no es así, si el espíritu del muerto, viciados sus sentidos por una mala conducta anterior, no puede escuchar los consejos de su guía religioso y terrenal, al final acabará por dirigirse hacia matrices humanas o animales que con la apariencia de palacios o paraísos y que, en definitiva, no serán nada más que engaños e ilusiones, le atraerán hacia una vida repleta de potenciales sufrimientos.

De mejor a peor, las seis especies para la reencarnación del alma son: divinidades; no divinidades o superpersonas; personas; no personas o genios; espíritus, duendes, hadas, etc. de mejor o peor talante; animales y, finalmente, los llamados yidags, seres permanentemente torturados por el hambre y la sed que tienen su sitio habitual en una cierta clase de infierno o bien purgatorio en donde se soportan tremendos sufrimientos.

No son éstas categorías eternas, ya que a todas les llegará la muerte y su posterior renacer… hasta que alguna vez el alma alcance la liberación permanente, el definitivo abandono de la rueda de reencarnaciones, pero es otra historia que sólo podrían contar los grandes espíritus piadosos. O si no, preguntémosle a Buda.

El renacer
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