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Frías

Frías, pueblo de Burgos. España

Imagen del bello lugar de Frías. Juan Manuel González. Copyright.

Imagen del bello lugar de Frías. Juan Manuel González. Copyright.

Los restos de la fortaleza hablan de un pasado de luchas. Imagen de Jose manuel González. Copyright

Los restos de la fortaleza hablan de un pasado de luchas. Imagen de Jose manuel González. Copyright

Frías, centinela del Ebro. Por Juan Manuel González

Es una diminuta ciudad de sabor medieval, ubicada en el extremo norte de Castilla, al lado del País Vasco; un territorio demográficamente casi desierto, pero lleno de historia y cultura… lejos de la polución y el bullicio de las grandes urbes. Frías, enclave norteño del Burgos de merindades y guerreros donde nació Castilla y donde se acunó la lengua que acabaría llamándose española.

El regreso a todo lugar vivido y sentido, guardado en las espirales de la memoria, tiene siempre un sabor agridulce, un doble tacto que se posa a la vez sobre lo perdido y lo reencontrado. Y es en torno a esa dual percepción de añoranza y placer, añoranza por lo que ya no volverá y placer ante la comprobación de que mucho de lo gozado en el pasado aún pervive, donde comprendemos que el tiempo no existe más que en su cara biológica, comprendemos que es apenas una convención cuya medida viene dada únicamente por nuestros sentimientos y nuestras emociones. El tiempo es así, y a lo largo de cualquier viaje de retorno a lugares años antes conocidos, un gran mar sin orillas.

Desde esta vieja idea de Miguel de Unamuno y de Ernst Jünger, desde ese “mar sin orillas”, vuelvo hoy a Frías, enclave norteño del Burgos de merindades y guerreros donde nació Castilla y donde se acunó la lengua que acabaría llamándose española, a la vera de cuyo castillo roquero y sus tranquilas casonas, colgantes en los farallones albirojizos, un día fui niño feliz de estío y vacaciones escolares. ¿Qué quedará de aquel Frías de austeros y firmes silencios? Silencios apenas rotos por el siseo de pequeños pájaros acantonados en el breve río hortelano flanqueado de molinos, o por algún que otro chasquido de pasos imprevistos en las cuestas empedradas a la hora de la siesta. ¿Qué quedará de aquella ciudad semiolvidada y de aquel niño?

La torre serena.

Para comprobarlo nada mejor que afrontar el riesgo del regreso. Nada mejor que, provisto de una buena vara de avellano y un morral repleto de recuerdos, retornar a ese alto espacio conservado de milagro sobre la recortada plataforma que sostiene sus cimientos ante los remansos y juncales juegos del Ebro. Avanzar hacia sus murallas, tomando a la silueta de su iglesia como guía, cruzando el altivo puente acastillado que permite cruzar el río padre de Iberia, ahora sin alcabalas ni postigos, de franqueo libre para todos aquellos que se dejen seducir por la quietud amable de Frías y su campiña.

Signos de buen augurio en los campos. Los herbazales se inclinan al soplo de una brisa leve, simulando olas sin espuma coronadas de vez en vez por macizos de primeras espigas. Un templo votivo romano, de sesgo misterioso y etrusco, promete suerte al caminante desde la ladera. Su cubierta triangular protege una bóveda en arco perfecta, mientras el vacío de su interior, otrora morada de algún busto indicativo del carácter divino del Ebro, suscita tranquilidad más que desasosiego a quien sigue el sendero que flanquea la peña matriz de Frías.

La ciudad, hija de la generosidad repobladora de Alfonso VIII hacia el 1202 -justo ahora hace ochocientos años-, se adentra poco a poco en la piel, precedida por el verdear de los surcos de los campos, ribeteados de almendros prematuramente en flor. Con lentitud premeditada llego al pie de la fortaleza, su torre, verticalmente erguida en una inverosímil apoyatura sobre una roca atormentada, lanza un saludo a través de los siglos, serena tras contemplar combates e incursiones inacabables.

La calle del Crucero da entrada al sólido caserío, vigilada por los restos del convento de San Francisco, entre cuyos contrafuertes se han instalado viviendas y almacenes, en una muestra de utilitarismo que ha extendido su red hasta el terreno del antiguo cementerio frailuno, aledaño al amable recinto de un hostal que lleva el nombre del que fuera señor de estos lares: el Duque de Frías. Allí, con bien, y gracias a un mesonero vasco: Iñaki, venido de Gorbea, repongo fuerzas, Muy posiblemente fue uno de los guarnecidos accesos al casco central de la ciudad, tal vez lugar de asiento de una puerta mítica -¿llamada quizás de La Vida?-, y vía cerrada al anochecer por alguna gruesa cadena tendida con el fin de negar el paso a alborotadores o visitantes de poco o nada fiar. Me parece entrever tras la soledad muda de estas piedras, en las aceras y puertas perfectamente trazadas en declive, años de más algarabía y pulso que los actuales; años en los que esta calle era una prolongación de la del Mercado, con un mesoncillo donde se ofrecían insuperables cazuelas de bacalao, tiendas de pañeros y teleros, zapateros laboriosos, gabinetes de sastres, tascas adornadas con ramas de boj, un cafe…

La Casa de la Cultura, el alma de la ciudad.

Y como para aseverar mi visión, algo más arriba y a siniestra, un arco de fachada derruida trasluce en su medio punto un solar entre cuyas aliagas se observa el vientre de unas destrozadas bodegas, que llaman de los Tobalina. Pegadas a unas escalerillas de huida hacia las cercanías del castillo, estas bodegas y su lagar debieron rezumar chacolí en su madurez, y creo el nombre de su más famoso propietario, Ramón Bergado, todavía resuena en mi memoria lejana.

Desde la otra acera, un universo soterraño y enigmático permanece a la espera de ser descubierto. Cruzar el dintel de la actual Casa de la Cultura supone algo más que una curiosidad educada, supone adentrarse en el alma de la ciudad, en su ser primigenio milagrosamente conservado en las profundidades como una cata de sedimentos ancestrales. Al poco de entrar en esta casona, el suelo se abre para, gracias a unas apoyadas escaleras de pino, atraernos hacia dos amplias salas subterráneas, dormida una sobre otra hasta alcanzar juntas los nueve o diez metros bajo el nivel de la calle. ¿Cuál era su función? ¿En que fecha fueron cavadas?

Unas paredes de cuidados sillares parecen señalar un uso noble del extraño recinto, y una derivación ofrece el lugar quizás más antiguo de Frías: un vestíbulo de aire castreño que da por un pequeño arco, tal vez romano, al camino de ronda que recorría bajo tierra las murallas y casas fronteras de la ciudad hasta el templo más alto. Una especie de saetera se abre, fruto del desnivel externo, desde la obscuridad a la luz del escarpado vertido hacia el valle; estamos en las entrañas del roquedo y viendo, sin embargo, la exuberancia vegetal de los campos. El visitante tiene la sensación de que la vida de este enclave y sus gentes, fértil y continua, empezó aquí, bajo velones de sebo y cobertores, mientras fuera rugían las tormentas de invierno.

El retorno a la superficie se vuelve surrealista al transcurrir, peldaño a peldaño, entre restos de vigas, largas tejas, baldosas recocidas y sillerías de coro abandonadas. De nuevo en la calle, un inmenso caserón parece tambalearse agobiado por el propio peso de sus méritos añejos. Lo llaman de “Las Mayorazgas”, y en su fachada sobresale un escudo real obscurecido y empotrado casi como un nicho mortecino. Creo vislumbrar, en los recodos de la memoria, unas llamativas bodegas abovedadas bajo la estructura de esta casona, unas bodegas donde alguna vez jugué a cuentos góticos, tenebrosos y excitantes, con mocitas turgentes, de piel generosa, que nunca leyeron -por suerte- “El monje” de Lewis ni “El castillo de Otranto” de Walpole.

Deleitándome en esas visiones, algo morbosas, llegó hasta la Plaza del Ayuntamiento; banderas de trazos albos y púrpuras, algún morado, en los balcones de la Casa Grande, y más arriba, recogido sobre si con una elegancia inapelable e imprevista, el mirador que llena la plazoleta más elevada del conjunto, conocida como del obispo López de Mendoza. Su eje pide un olmo concejil. Una luz restallante abraza lo infinito, y un aire dulzón y puro envuelve el añil neto del cielo. El lugar condensa toda la fuerza de la ciudad, como un vértice de pirámide truncada desde el que se puede contemplar un paisaje interminable de colinas, altozanos, vaguadas, montes y hontanares; pleno de sugerenci

¿Dónde está Frías?

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