El fin de la travesía sangrienta
A las nueve de la mañana del 25 de enero de 1830, cinco días después de ser condenado por asesino y pirata, el gallego Benito Soto Aboal, capitán de «La burla negra», salió de su celda para ser ejecutado en Gibraltar por la justicia británica.
La lluvia que caía en Gibraltar aquel día invernal empapaba sin compasión al reo, al cura que lo asistía y a la multitud que se amontonaba en torno al cadalso. A sus 25 años de edad, el gallego Benito Soto Aboal iba a morir ahorcado. Había adelgazado mucho desde su detención, y su semblante, antes curtido por el aire del mar, se había vuelto de un matiz pálido y amarillo en los 19 meses que llevaba preso.
Para cubrir los centenares de metros entre el castillo del Moro y el lugar de la ejecución, el gallego se había vestido con una chaqueta y pantalones blancos; los zapatos se le habían ensuciado de barro y la camisa, desabotonada en el cuello, permitía que el agua le resbalara hasta el pecho. El pelo, antes abundante y espeso, había sufrido un apresurado trasquilón y la navaja del descuidado barbero también le había privado de las grandes patillas que antes lucía.
Nada más terminar el juicio, las autoridades del Peñón le habían ofrecido un confesor, pero Benito respondió que con cuatro días de vida por delante, aún le quedaba tiempo. Debió comprobar cómo las horas pasaban muy deprisa, porque pronto consintió en ver al sacerdote. «Como es católico, su confesión no ha sido hecha pública», relata la crónica oficial de los funcionarios anglicanos.
En cuanto llegó ante el dintel de la horca, el condenado rezó fervientemente durante un cuarto de hora aferrado al Cristo prestado por el sacerdote. Después reconoció ante los presentes, en español, la justicia de su condena, al tiempo que los exhortaba a aprender de su muerte y a que rezaran por él. Escuchó la sentencia, leída en inglés y traducida al español, con aire indiferente y los brazos cruzados y una vez terminada, dicen, echó una gran carcajada oteando a la muchedumbre reunida y se despidió con un «adiós a todos».
Luego, como vio que la soga estaba algo alta, se subió bruscamente al ataúd, logró introducir el cuello por el nudo corredizo, se inclinó hacia delante y dio un salto para caer con más fuerza y acelerar la muerte. Pero la cuerda se estiró y sus pies llegaban a rozar el suelo, por lo que tuvieron que cavar un agujero bajo ellos para que el cuerpo quedara colgando y la soga cumpliera su trabajo.
Hecha apresuradamente esta macabra operación, y tras unos pataleos espasmódicos, Benito Soto expiró.
Dibujo que reproduce una imagen del pirata, de Joaquín María Lazaga. Madrid: Tipografía de Infantería de Marina, 1892